Miércoles, 9 de enero de 2013 | Hoy
LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACIóN
Gustavo Bulla pone en tela de juicio la actuación del Poder Judicial respecto de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual y cuestiona el sentido democrático de las medidas adoptadas desde la Justicia para postergar la aplicación de la norma aprobada hace más de tres años.
Por Gustavo Bulla *
En términos generales la actuación del conservador Poder Judicial respecto de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual resulta por lo menos paradójica.
Es que la periodísticamente mal llamada “Justicia”, tras más de tres años de idas y venidas en torno a la vigencia de la ley, en su afán ya a todas luces inocultable de proteger al poderosísimo Grupo Clarín –por terror o convicción–, les ha brindado a los argentinos una insuperable clase de anticapitalismo, o si se quiere ser menos terminante, de antiliberalismo.
La igualdad –formal– ante la ley, como uno de los pilares del liberalismo político, ha quedado herida de muerte con los innumerables desatinos cometidos por las distintas instancias del menos democrático de los poderes del Estado. Y ésta no es una formulación ideológica respecto del rol del Poder Judicial en una sociedad capitalista. Es una constatación de los hechos y las conductas. ¿Habrá un antecedente mínimamente comparable en la historia legislativa argentina con lo sucedido en los estrados judiciales con la ley 26.522? ¿Alguien se puede imaginar, no ya a un trabajador, a un pequeño medio de comunicación logrando movilizar a todos los recursos judiciales para sostener supuestos derechos adquiridos incompatibles con la legislación vigente?
Las cárceles argentinas desbordan de personas privadas de su libertad por ser sospechadas de haber cometido algún delito. Sin condena firme, son arrojados a lo que muchos consideran auténticas escuelas de delincuencia. Miles de presos y presas desmienten todos los días aquello de que “todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario”. Jueces de todas las instancias y jurisdicciones no trepidan en quitarles a ciudadanos lo que se supone como la posesión individual más valiosa: la libertad. Un solo día injustamente “a la sombra” no tiene compensación alguna.
Sin embargo, el Grupo que en el peor de los casos vería muy parcialmente dañado su patrimonio –como lo explicita un fallo de la Corte– ha logrado para sorpresa de propios y extraños la suspensión por más de tres años de las cláusulas antimonopólicas que contiene la ley más debatida democráticamente por nuestro pueblo.
Estos acontecimientos nos impulsan, más allá y más acá de Perogrullo, a confirmar lo que la percepción popular sabe desde siempre, que en nuestro país “hay una justicia para los ricos y otra para los pobres”.
La diferencia obvia presente en la división de poderes es que hay dos que gobiernan y sus miembros son seleccionados por el voto popular, y otro que “observa la constitucionalidad de los actos de gobierno” y sus miembros no surgen de las preferencias de los ciudadanos.
Durante la primacía neoliberal, no pocos sostuvimos que la razón principal por la cual era impensable una ley que derogara el decreto de radiodifusión de la dictadura era la imperiosa necesidad de los dirigentes políticos de revalidar sus títulos electivos a través de la presencia intensiva en los medios masivos de comunicación. Y por aquello de que nadie muerde la mano del amo que le da de comer...
Pero resulta que los jueces, que en teoría no dependen de los medios para revalidar sus mandatos vitalicios con salarios intangibles, se han convertido ahora en la garantía de perduración del monopolio mediático. ¿Lo harán por la composición de clase del Poder Judicial? ¿Será por las convicciones político-ideológicas de la familia judicial? ¿Será por terror a la información que se pueda difundir sobre la vida pública y privada de Sus Señorías? ¿Será por una mezcla en distintas proporciones de estas razones?
Lo que tampoco deja de llamar la atención es el comportamiento de destacados colegas del mundo académico de la comunicación, que han encontrado la coartada perfecta de la búsqueda incesante de la neutralidad –una de las múltiples facetas de la opción por los ricos– en la denuncia de la supuesta carencia de republicanismo de los medios públicos. Mientras se hace gala de un idealismo institucionalista carente de toda materialidad e historicidad, al mismo tiempo se analiza cínicamente la confrontación entre poderes democráticos y el poder permanente. Sus valiosos aportes de otrora sobre la nocividad de las posiciones dominantes de los grupos concentrados de medios cedieron paso ahora a la mirada independiente mucho más atenta a los niveles no tolerables de parcialidad de los medios en manos estatales que a la vulneración de la voluntad popular perpetrada a través de las chicanas judiciales.
Se ha dicho muchas veces, no obstante, la reiteración no le resta veracidad a la afirmación; la aplicación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual excede largamente la mera regulación del uso de las frecuencias radioeléctricas para la radio y la TV. De su suerte depende buena parte del futuro institucional de nuestra democracia. ¿Será justicia?
* Profesor de Comunicación UBA/UNLZ.
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