Viernes, 19 de julio de 2013 | Hoy
Por Juan Forn
La menuda (1,40 m) Chaja Rubinstein llegó a Australia porque tenía siete hermanas mayores, y cuando le llegó la edad de casarse el padre no tenía qué ofrecer de dote: sólo un hombre pidió su mano, “si era gratis”. Chaja prefirió que la mandaran a Australia con los tíos, que era como decir el fin del mundo, en el barrio Kazymierz de Cracovia, en el 1900. Pero en Australia dejaban a las mujeres trabajar, y la menuda Chaja, con su piel de porcelana, consiguió enseguida trabajo como camarera. Cuando las mujeres le preguntaban cómo tenía esa piel, Chaja contestaba que se la debía a una crema, que se hacía según receta milenaria en su tierra, en los montes Cárpatos. Las mujeres le preguntaron si tenía de esa crema para vender. Chaja dijo que sí, porque en Australia había muchas ovejas, es decir mucha grasa animal, y ése era el componente principal de su crema: lanolina (para disimular el olor a cuero, le ponía esencias de violetas, que según diría famosamente costaba más el kilo que un kilo de perlas o de diamantes). Chaja se rebautizó Helena y en poco tiempo tuvo negocio propio en la mejor calle de Melbourne: el primero de los salones de maquillaje Helena Rubinstein que habría en el mundo. “No hay mujeres feas; sólo perezosas. Renunciar a la belleza es una imperdonable falta de voluntad”, dijo HR y durante años lo demostró poniendo la cara en las publicidades de su marca: pareció de cuarenta hasta entrados los setenta.
La menuda Helena hizo tanta plata en Australia que se tomó el barco a Londres y puso negocio allá, y le fue tan bien que repitió en París y una vez más coronó. Según las malas lenguas, además de maquillaje, en las maisons HR se vendían pequeños vibradores que eran la delicia de algunas clientas, como la novelista Colette. Proust invitó a cenar una vez a Madame; quería saber cómo era paso a paso el rito con que una mujer se maquillaba frente al espejo. Marie Laurencin, Duffy, Dalí y Picasso pintaron su retrato, y Coco Chanel le pasó un dato que Madame desatendió: contratar de inmediato a un químico que vendía en exclusiva a los mejores peluqueros de París una tintura para pelo que era la única que no decoloraba ni viraba al violeta. “Ese hombre es el futuro”, dijo Chanel. “Para mí es el pasado”, contestó Madame, porque sólo le gustaba vender lo que inventaba ella; ni siquiera se interesó por conocer a ese químico llamado Schueller, que se convertiría en su némesis. Déjenme decir un par de cosas sobre él: cuando vino la moda del corte carré, como el pelo corto no agarraba bien la tintura, Schueller inventó el proceso inverso, “los claritos”, y comenzó la fabricación en serie de sus dos productos, la tintura L’Oréal para morochas y el L’Oréal Blanc para rubias. Sumó un tercer producto para construir su imperio: a Schueller le gustaba navegar y había inventado una crema protectora para el sol que bautizó Ambré Solaire. Qué más. Ah, sí: Schueller amparaba un partido de ultraderecha en París, tenía serias ambiciones políticas.
Madame frecuentaba laboratorios y herboristerías, se informaba sobre glándulas de mono y pistilos de nenúfar y nada le gustaba más que posar entre pipetas, con delantal blanco de científico, pero en Europa no podía hacerlo a sus anchas. Estados Unidos, en cambio, estaba hecho a medida para su personalidad. Allá tuvo la idea de abrir minisalones en las tiendas más grandes de cada ciudad, con las famosas Rubinstein Ladies que maquillaban ahí mismo. Llegó a haber Rubinstein Ladies en ciudades que aún no tenían concesionaria Ford (si no tenían sinagoga, en cambio, si no había judíos en una ciudad, se la cedía a su imitadora goy Elizabeth Arden). Cuando la empresa fue tan grande que la obligaron a cotizar en Bolsa, esperó que viniera el crac del ’29 y compró todas las acciones que no estaban en sus manos, y mientras tanto se fue en un crucero a Sudamérica, supuestamente de placer, en el que abrió filiales de HR de Panamá a Buenos Aires (en cada una puso a cargo a una de sus hermanas, que fue sacando de Cracovia cuando la cosa se puso espesa).
Al estallar la guerra, pidió una entrevista con Roosevelt y le contó que en los bombardeos de Londres había visto sacar a una mujer en camilla a quien le propusieron un sedante, pero la dama pidió “lo único que me hace sentir bien”: su pintalabios. Poco después se convirtió en proveedora del ejército. Cuando las tropas yanquis desembarcaron en Africa, llevaban un kit con crema protectora solar, maquillaje de camuflaje y demaquillante, cortesía de HR. “Los hombres podrían ser más atractivos si me hicieran más caso”, declaró en esa época. Ya estaba instalada en su tríplex en Park Avenue, donde ostentaba su famosa colección de arte (“veo que tiene un cuadro menor de cada pintor importante”, le dijo un crítico; Madame contestó: “Quizá no tenga calidad, pero tengo cantidad. Y no me ha ido mal apostando a la cantidad”). Para entonces, ya rozaba los ochenta, había pasado por varios matrimonios sin suerte y le gustaba dejarse coquetear por hombres jóvenes, entre ellos uno llamado Jacques Corrèze, que era un lugarteniente de Schueller.
L’Oréal había mutado a imperio en esos años: abrió filiales en la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini, el Portugal de Salazar, la España de Franco. A L’Oréal España mandaban después de la guerra a sus gerentes sospechados de colaboracionistas. Corrèze se había especializado durante la ocupación alemana en París en la apropiación de inmuebles que pertenecían a judíos. Enviado a Madrid para evadir la cárcel, en 1953 recibió orden de dirigirse a Nueva York, a conquistar América. Fue de Corrèze la idea de comprar Helena Rubinstein. Agarró cansada a Madame, logró convencerla de que vendiera la filial israelí y, luego de su muerte, siguió comprando la empresa de a pedazos, a precio de oro, hasta que L’Oréal se apropió por completo de HR. Es un takeover que se estudia en las escuelas de negocios: nunca lograron el rinde que obtenía Madame y, además, la operación llamó tanto la atención de la prensa que terminó saliendo a la luz el escandaloso pasado antisemita de L’Oréal.
Poco antes de la muerte de Madame, unos ladrones se colaron en su tríplex simulando ser enviados de una florería. Madame estaba en la cama cuando entraron. Al costado de su cama tenía un alhajero del tamaño de una cómoda. Cada cajón tenía una letra (A para amatistas, D para diamantes, E para esmeraldas, R para rubíes). Cuando vio a los ladrones escondió la llave del alhajero entre sus pechos y tendió a los visitantes su billetera, donde sólo había ochenta dólares. Ellos la ataron con sus sábanas de seda y huyeron con el exiguo botín. Madame gritó hasta que la oyeron dos pisos más abajo. En cuanto la desataron, hizo poner en la heladera los ramos de rosas que habían traído los ladrones, para que lucieran frescas en la conferencia de prensa que dio cinco horas después. “Hoy hice un buen negocio”, dijo a los periodistas. “Me robaron ochenta dólares y me dejaron doscientos en rosas.” Las cinco horas entre su liberación y la conferencia de prensa las usó para maquillarse. Fue su última aparición en público.
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