CONTRATAPA

Fondo blanco

 Por Juan Forn

En una de las mejores escenas de esa obra maestra sobre el alcoholismo que es Días sin huella, Ray Milland recorre bajo el sol rajante toda la 3ª Avenida, a la ida por una vereda, a la vuelta por la otra, hablando solo y llevando a la rastra su máquina de escribir. Está buscando desesperadamente una casa de empeño que le dé unos billetes para whisky a cambio de su máquina, pero todas las casas de empeño están cerradas porque es Yom Kippur en Nueva York. A lo largo de esas interminables cuadras, que recorre repitiéndose a sí mismo como un mantra: “El delirio es una enfermedad nocturna, ahora es de día”, Milland se cruza con otro transeúnte por la calle. La cámara muestra al transeúnte viniendo hacia nosotros y Milland interrumpe su murmullo para decirle: “Hello, Charlie”. Le dice Charlie como quien dice Carlitos, o flaco, o chabón, como quien dice “nadie”, y es uno de los momentos más estremecedores de la película, porque el Carlito que hacía ese cameo era Charles Jackson, el verdadero protagonista de Días sin huella, el que escribió el libro: no el guión sino el libro en el que se basó la película, que era una novela, pero el mundo tomó como un testimonio, “el más poderoso aporte a la literatura de adicción desde las Confesiones de un fumador de opio de De Quincey”, como dijo The New York Times.

Charles Jackson no era nadie cuando publicó su libro en 1944. Pero a los dos meses, la MGM lo contrató y se lo llevó a California. Llegó a Hollywood ya legendario: todos parecían haber leído su libro y experimentado un sísmico shock de reconocimiento. Lo que todos querían era conocer “el secreto”, porque nadie había mostrado la mente del alcohólico como Jackson, y Jackson llevaba diez años sin beber una gota. Herman Mankiewicz, el guionista de El ciudadano, que acababa de salir de un intento de suicidio, lo invitó a almorzar y le confesó que el intento había tenido lugar la noche que terminó de leer Días sin huella. Hitchcock se acercó a su mesa en Chasen y le dijo que le interesaría mucho filmar el libro. Cuando Thomas Mann lo recibió en su casa, dejó a los demás huéspedes en el living y se encerró en el escritorio a conversar con él.

Al final, la película la hizo Billy Wilder, que había comprado el libro en la estación de Chicago antes de subir al tren, y antes de llegar a Hollywood ya tenía la certeza no sólo de que ahí había una Gran Película sino de que el actor que se atreviera al papel principal se llevaría el Oscar (de Cary Grant a Gary Cooper, todos rechazaron el papel; sólo el desconocido galés Ray Milland iba a aceptarlo, ignorando el consejo generalizado de que sería su suicidio artístico). Jackson sintió que su libro estaba en buenas manos y se volvió al Este, porque lo que quería era escribir novelas, no guiones. Wilder le fue mandando el libreto por partes; a Jackson le encantó hasta que llegó la escena final y se volvió loco. En el libro, el personaje lograba en las últimas páginas llegar a su cama, se felicitaba por haber sobrevivido a otro descenso a los infiernos y se preguntaba por qué diablos todos se preocupaban tanto por él. En la película, Milland, aún borracho y tembloroso, comenzaba a dictarle a su novia las primeras líneas del libro que iba a escribir, y su voz se iba a haciendo más y más firme sobre el tecleo de fondo, como si ya hubiera empezado a curarse de su adicción. Jackson le escribió a Wilder: “¿Comprenden lo que significará para mí sentarme en el cine de mi pueblo y ver esa película entre mis vecinos?”. Jackson sostenía insólitamente que, si el personaje decidía seguir bebiendo al final de la película, él no era el personaje, su libro era una novela y su reputación entre los vecinos estaba a salvo.

Días sin huella se llevó todos los Oscar en 1946, pero nadie nombró a Jackson durante toda la ceremonia (“Si te sirve de consuelo –le escribió Wilder–, quiero que sepas que, por causa de esa omisión, las reglas de la ceremonia se cambiarán para que los ganadores puedan decir unas palabras en el futuro”). Durante los años siguientes, Jackson se cansó de que la gente le dijera: “Me encantó tu película, Charlie”. Después de fracasar con un par de novelas y de trabajar como orador itinerante para Alcohólicos Anónimos, donde su libro se entregaba como una biblia, volvió a beber y poco después confesó su homosexualidad a su mujer e hijas y les dijo que no podía seguir con esa doble vida. Se mudó a Nueva York, donde murió de una sobredosis de seconal en el Chelsea Hotel en 1967.

Es asombroso que la película de Wilder lograra borrar de la mente de los espectadores la relación entre alcoholismo y homosexualidad no asumida que el propio Jackson ponía en las narices al lector de su libro (“Al diablo con los motivos: el padre ausente, demasiado cariño materno, el escándalo en la fraternidad universitaria. Bebes porque no eres capaz de dominarte. Bebes porque una sola copa es demasiado y cien no son suficientes para olvidar”). De ciertas cosas no se hablaba, y menos en las películas, en 1946. El alcoholismo, en cambio, era el flagelo universal de aquellos tiempos. Basta ver la contratapa que tuvo el libro en castellano, donde se lee en letras catástrofe: “¿Es el alcoholista una figura cómica que provoca risa o un enfermo que debe ser atendido y curado?” (esa vieja edición de Kraft es la única que existe hasta hoy en nuestro idioma, y han de haberse hecho muchos ejemplares porque todavía se consigue a veinte mangos en cualquier librería de viejo).

En sus discursos para Alcohólicos Anónimos, Jackson repitió mil veces que su plan era escribir una segunda parte de su novela en que el protagonista abandonara el vicio, pero el plan falló. Como escribió alguna vez Héctor Libertella, un vaso de whisky es un pedazo de vidrio con la boca abierta. En mi biblioteca ideal, Días sin huella (cuyo título original, tanto en el libro como en la película, es mil veces mejor: The Lost Weekend) está entre El Crack-up de Fitzgerald y los Diarios de Cheever. Con esos dos libros dialoga más que con ningún otro. Ni siquiera Malcolm Lowry en Bajo el volcán mostró más vívidamente el mundo interior del alcohólico: sus tretas, su mortífera sagacidad para entender su enfermedad, para saber cómo seguir bebiendo (“Tal vez fuese debido a su doble condición de participante y espectador de sus actos, que nunca llegaba realmente a la ruina completa”). En sus años finales en Nueva York, cada vez que reponían Días sin huella, Jackson arrastraba a su novio de turno y a su amiga Dorothea Straus a verla. Siempre entraban después de los títulos, porque en los títulos decía “basada en el libro de Charles R. Jackson” (la r por Reginald, su odiado segundo nombre, el que usaban en la fraternidad universitaria para escarnecerlo). Y cada vez que llegaba el momento en que Ray Milland, dando tumbos por la 3ª Avenida con su máquina de escribir a cuestas, se cruzaba con ese peatón de sombrero y corbatita, él temblaba de gozo en la oscuridad y murmuraba hipnotizado a la pantalla: “Hello, Charlie”.

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