Miércoles, 4 de septiembre de 2013 | Hoy
Por Noé Jitrik
De tanto fingir o imitar un tono engoladamente académico, Edgar Bayley no había podido recuperar nunca una naturalidad que permanecía intacta en sus luminosos poemas. Sacaba pecho, como si se aprovechara de su corpachón, y empezaba a perorar siempre en posición, a la manera de los viejos caballeros del Club del Progreso o de los padrinos de un duelo; a propósito de cualquier cosa, y en particular de la presencia de su entrañable Jorge Souza, que lo miraba con invariable asombro, emitía frases como ésta, que reconstruyo: “Me complace sobremanera, y entristece al mismo tiempo, rendir un justiciero homenaje al distinguido hombre de letras, y celebrado colega, que nos ha abandonado, contra su voluntad, debo decirlo, para ingresar al impoluto reino de los inmortales”.
No es que imitara al Carlos Argentino Daneri borgeano, experto en declaraciones similares, sino que perseguía distraer, divertir y aun provocar, su voz tonante no admitía réplica, así como su tamaño corporal, en flagrante contraste con su cabeza, delicadamente breve, coronada por un mechón que caía sobre una frente sonrosada, casi ingenua.
Me he preguntado, entonces, y ahora vuelve la pregunta, por qué lo hacía, consciente, yo, tal vez él no, del riesgo que corría de quedar instalado en un gesto que a la corta o a la larga era incómodo: repetido, el chiste pierde efecto, pero eso no sucedía en una atmósfera de continuado regocijo, de fiesta permanente atravesada por una poesía que auroleaba nuestros encuentros, nuestros devaneos y nuestros actos. La apelación al chiste, como modo de explicación, es pobre en su caso, su motivación debe ser semejante a esa imagen que me queda de Alvaro Rodríguez, un pertinaz miembro del clan patafísico, corriendo por la calle Pozos vestido de cura, con sotana y todo, para consternación de beatas y agentes de policía que no comprendían de qué huía. O a las gesticulaciones de Mario Trejo, la paradoja siempre a flor de labios que, por añadidura, dibujaban una semisonrisa sobradora, como si quienes lo escuchaban hubieran sido miembros de una tribu de filisteos. O el boxeo de Juan Carlos Lamadrid, vendedor de chorizos en la Costanera como quien dibuja poemas en la tripa. Vanguardismo se dirá, como el relato que hace Michel Leiris de cuando se inicia en el surrealismo y sus cofrades se burlan de la Catedral de Notre Dame muertos de risa y él de miedo.
No sé si en el gesto de Bayley y en el de los demás estaban esas motivaciones; quiero creer más bien que eran recursos para enfrentar envolventes universos de estupidez mediante mecanismos que les permitían separarse de sí mismos. Alejarse de un respetable yo para ridiculizarlo al ridiculizar de esa manera lo otro, no sólo tal vez escritores pululantes de grotesca sabiduría o falsos cultos para todos los cuales, unos y otros, el engolamiento era una manera de ser, como una jalea pegada a la piel. Y esa manera de ser, o el ser mismo de esa manera, constituida por una sutil materia llamada “autorreferencialidad”, es un colmo, un supremo exceso de lo inexistente que no sabe que lo es.
En mi memoria están depositadas otras situaciones similares, no procedentes de desenfadados e irrespetuosos poetas sino de, sorprendentemente, académicos: en un pasillo de la Facultad de Filosofía y Letras, en tiempos que ya pertenecen a la historia, todavía en la calle Viamonte, se cruzan un profesor italiano con uno de Lingüística llamado Enrique François, rígido como un palo, mirada a un horizonte lejano, paso casi militar; el italiano le dice, más o menos, “oste meno collo duro e más filología”. O sea que, para ser justos, debe haber una secreta e ignorada legión de combatientes contra la solemnidad y el engolamiento de modo que mi entrañable Bayley no podría arrogarse ser su jefe. Omar Viñole, otro iconoclasta, se paseaba por las calles del centro de Buenos Aires, conduciendo a una vaca a la que parecía querer mucho y respetar. Ni hablar de Juan Filloy que, con cada sarcasmo irreverente, hacía trizas su propia posición de Juez, nada de “Su Señoría”, era capaz de quitarle a la toga su almidón y secarse con ella el sudor. ¿Y los martinfierristas? Marechal, Brandán Caraffa, Borges, que se habían hecho expertos en sepultar a los infatuados y engominados, desde Mitre en adelante.
Podría dejarme llevar por el cálido sabor que tiene la presencia de esas figuras queridas y ya lejanas, como para, de paso, huyendo de una historia que se remonta, por lo menos, a Quevedo, dar una idea de cómo cierto grupo vivía en esos años y, personalmente, de la excitación y felicidad que todos ellos me procuraban, aunque no eran los únicos: veo a lo lejos, distante, ensimismado, a Oliverio Girondo; pasa con su fervor Juan Antonio Vasco, a quien ni siquiera la desgracia le cambió la agudeza; a Miguel Brascó, engañosamente razonable, como si algún apetito corriente y previsible fuera la verdad de afirmaciones encubridoras; a Paco Urondo deslumbrado y cambiante; a Alberto Vanasco reconcentrado y nebuloso, sarcástico y certero; a César Fernández Moreno interesadísimo, atento, ferviente, una cena de los justos del rigor y el amor. La burla, la ocurrencia, el despliegue, eran la moneda necesaria con la cual pagar el ingreso a ese mundillo tan atractivo, no había lugar para los solemnes ni para los pagados de sí mismos, la autorreferencialidad estaba prohibida, se consideraba un veneno mortal.
De modo que se abren para mí dos avenidas, igualmente tentadoras; una, la de maravillosos momentos de gracia y alegría de vivir, de vivir en poesía; otra, en hueco u objeto de feroz, indisimulado y cotidiano combate, contra el cual estaban todos ellos, ese mecanismo, la “autorreferencialidad”, que es como una excrecencia en el encuentro, un daño que se infiere a la conversación en la medida en que, como exceso, coarta, tapona, anula lo esencial de la comunicación que es, se sabe, construcción, no simple boca que emite voces interminables y orejas sumisas, pasmadas por la catarata de “yoes” indómitos e insignificantes.
En un momento pensé que podría detenerme en esto y describir su perversa conformación, pero me está pareciendo que es inútil y que sobra: nadie, en la pendiente de un yoísmo irreprimible, escucharía ninguna advertencia sobre los riesgos que acechan detrás de una frase como “pero a mí” que irrumpe y se lleva al tacho de la basura de los relatos perdidos lo que aparecía como una confesión o un pedido o una declaración o una idea o una imagen que podía enriquecer un encuentro; ese “yo”, que en la expresión tan corriente “como yo siempre digo”, adquiere la dimensión de un estandarte, bloquea de inmediato cualquier dialéctica, pero quien la emite pasa por alto esa perspectiva, le basta haberse puesto por delante, a los codazos verbales, para encontrar una satisfacción a la cual designar como narcisista, parece un acto de benevolencia.
No lo hago, me resigno a frenar lo que esta cuestión desencadena, una mecánica que puede ser algo más que una debilidad individual, particular, localizada en determinadas personas, especialmente políticos, abogados, médicos, escritores, estancieros, colectiveros y hasta boxeadores; bien podría ser un rasgo de época, diferente de otras en las que el “nosotros” campeaba con naturalidad: en ésta, faltos de estímulos provenientes de un exterior cada vez menos gratificante y generoso, muchos se refugian en lo que sienten como lo más seguro, lo que no los va a abandonar, aunque vengan degollando, o sea su entero yo. Y aun puede haber si no países enteros al menos representantes de su orgullo y fiereza que transmiten la impresión de que el país entero es autorreferente, que todo lo juzga y lo mira desde sus logros o desde la fuerza de sus sistemas, lo indiscutible de su índole o de su naturaleza o aun de su esencia o de la verdad de sus creencias que presentan como indiscutibles e invulnerables.
Pero, ¿qué sentido tiene meterse a redentor de algo tan poco dramático como la solemnidad? Tal vez, incluso, la fuente más o menos remota de este permiso que se otorgan los autorreferencialistas proceda del doloroso culto al yo que para los románticos era el fundamento de una filosofía y de un arte. No éste un yo romántico ni el que aflora en las penosas sesiones de un diván, no lo sé ni lo puedo verificar; lo que en cambio sé es que se produce una perversión del habla, que en la comunicación, lastimada, las proezas que ese superyó necesita para sostener su yo son lastimosas, el riesgo se precipita, todo relato sucumbe y cuando eso sucede la tierra tiembla, el abismo se abre, la sociedad, que necesita del relato como del agua y el aire, caduca, el enemigo es demasiado poderoso como para que el surrealismo provocador de mis viejos y queridos amigos pueda derrotarlo definitivamente.
Me resigno a dar vuelta la cara y penetrar en mis abismos silenciosos cuando un autorreferente intenta anularme y prefiero evocar a esos luchadores de la burla que alegraron mi vida. Por eso me regresa entre brumas Bayley y me vuelve Quevedo y una gesta perdida, nunca ganamos esa batalla, el engolamiento es invulnerable.
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