Jueves, 19 de septiembre de 2013 | Hoy
(A Roberto Ferro)
Por Noé Jitrik
Una conversación casual, en una calle, con un desconocido, sobre un tema que parece apasionarlo, pongamos por caso la religión o Dios o alguna otra entidad de parecida dimensión, y acerca del cual pide opiniones que, naturalmente, no escucha; pese a que me pone en un estado de perplejidad, me parece excepcional, un colmo de la buena suerte porque pocos, es comprobable, expresan lo que piensan verdaderamente sobre esos esenciales asuntos de la vida humana: la enfermedad, la religión, la educación, la corrupción. No lo hacen verbalmente y mucho menos por escrito, se guardan de ello con gran prudencia aunque, en cambio, es más frecuente que expresen sentimientos, desde el más elemental “no me gusta” o “sí me gusta” al más elaborado “te quiero” o al más convencional “lo siento”.
Es una gran diferencia la de los dos órdenes, pensar y sentir: la manifestación, estridente o contenida, de lo que esos múltiples semiconocidos o desconocidos sienten pasa, se evapora según la consistencia del sentimiento motivador y no significa gran cosa o lo que significa está estrechamente vinculado con una situación o con un estímulo y sólo tiene consecuencias para quien se anima a decir y hasta por ahí nomás. En cambio, decir realmente lo que se piensa es raro, es otra historia: lo que se piensa compromete socialmente una vez que sale al exterior, en ciertas ocasiones es peligroso, en los casos extremos de sinceridad se puede llegar al sacrificio, instancia que no sería a priori tentadora porque, aunque es lo que da su pleno sentido a la sinceridad, puede ser inmanejable y eso a nadie le gusta demasiado.
No quisiera abandonar la curiosa situación inicial, callejera e inesperada, para proseguir un razonamiento que tiene una finalidad, ya se verá cuál es. La persona que se me acercó en la calle abordó el arduo asunto de la existencia de la religión, pero podría haberse expresado a propósito de cualquier otro tema de similar envergadura, por dos vías conexas, si yo creía que Dios existía o no y si yo era ateo o no. No sentí que le importaran mucho mis respuestas: la idea de que si el principal atributo de Dios es la creación, enormes creadores como Bach o Kant o Platón son Dios le resbaló; en cuanto al ateísmo, tampoco le impresionó mi distinción entre misterio, que implica una actitud religiosa, e Iglesia, que es una institución. El me quería informar acerca de su modo de ver esos graves asuntos; se basaba en un libro no muy grueso que extrajo de un grueso portafolios y que me mostró preguntándome si lo conocía. El volumen tenía todo el aspecto de los que se ofrecen en las mesas de saldos de las librerías de la calle Corrientes y su título, más o menos entrevisto, era algo así como “Los misterios de la mística religiosa”. Tuve la fulgurante impresión de que ése y otros del mismo estilo podían ser la fuente de eso que llamo “pensamiento” que no sé por qué ese desconocido me brindaba, tal vez quería convencerme, tal vez poner en evidencia mis limitaciones en asuntos de fe, quizá sus lecturas giraban en su cabeza y, falto de interlocutores, necesitaba volcar lo que le había parecido verdadero o convincente en alguien que inmediatamente desaparecería de su vida. La gente, de pronto, necesita hablar, necesita desprenderse de lo que retiene y que le hace sentir que carga con un lleno de sentido y al mismo tiempo que la posibilidad del desprendimiento lo aliviaría.
Anécdota se dirá, sin mayor trascendencia salvo por el hecho de que se trata de “pensamiento”, de lo que una persona en particular, en una calle de esta ciudad, en pleno comienzo de un nuevo milenio, pudo expresar. Quizás, entonces, nada más que lo efímero, nada me autoriza a generalizar, no quisiera que eso que me dijo a propósito de religión, pero podría habérmelo dicho a propósito de cualquier otro tema de similar envergadura, tuviera un alcance mayor que el del enunciado mismo; no quisiera creer, y por eso no lo afirmo, que esas opiniones son representativas, pero no me atrevo a desechar, temblorosamente, la tentación de creer que las confusas certidumbres que un sujeto dispara en uso de una libertad de opinión irrestricta expresan un pensamiento y que, por lo tanto, tal pensamiento puede ser también el de otros que callan o que no dan la ocasión de verificarlo.
Si fuera así, venciendo mis escrúpulos, se trataría, entonces, de lo que realmente piensan los ciudadanos sobre cuestiones tan acuciantes como las mencionadas, casi siempre acompañadas de algún conato de incendio expresivo: Dios los altera, la corrupción los enardece, la política los exalta. No es nada fácil saberlo o determinarlo; si se hiciera, ¿indicaría eso que la mayor parte de los miembros de una colectividad tiene los mismos pensamientos en un momento determinado? Sería realmente apasionante poder crear las condiciones como para saber realmente qué piensan sobre la vida en general y asuntos vitales en particular los ciudadanos corrientes, el lector común, el votante anónimo, el esforzado trabajador, las esforzadas amas de casa, el charlatán de cantina.
¿En qué lugar se situaría una descripción como ésta? Quiero suponer que el más adecuado sería lo que entendemos como “cultura”, en una tentativa de entender lo que corrientemente no se considera así pues si pudiéramos ver de cerca el mencionado pensamiento veríamos un verdadero amasijo. Confluyen para darle forma y permitir que emita sentencias leyendas de segunda mano, lecturas insólitas, experiencias mal racionalizadas, lugares comunes heredados, resentimientos no digeridos, todo lo cual da lugar a creencias que ni siquiera alcanzan el nivel de lo que se conoce como ideología. Como tales creencias, puesto que están como en una penumbra, a la espera de una oportunidad no siempre propicia para emitir una sentencia, no suelen manifestarse, por lo general carecen de operatividad y quienes las incuban y sostienen se someten a sistemas de pensamiento convertidos en sistemas de acción dominantes, legalizados e imperantes en determinados momentos de la vida social.
No es difícil advertir que las pautas impuestas en un sistema social son represivas, no sólo de muchas porciones de libertad pero también de la expresión del pensamiento al que me estoy refiriendo. Muchos piensan en una constelación atravesada por erráticas tentaciones pero si el sistema es lo suficientemente enérgico se contienen, no expresan, y de ahí, como punto de conflicto, sale esa especie de inminencia cultural así como pequeñas puntas que parecen poca cosa, inocentes o meramente contradictorias entre lo que se piensa y lo que se acepta, pero que pueden propiciar una reflexión en otro nivel. Tales “puntas” podrían ser desdeñables si no fueran una puerta para entrar en el conflicto. Veamos algunas frases que tratar de definir posiciones o puntos de vista y cuya monótona frecuencia corta toda inspiración.
Así, por ejemplo, muchos pueden pensar y proclamar, si los llaman a opinar, que “la policía es corrupta y represiva e injusta” pero lo más probable es que acudan a ella en caso de necesidad, real o figurada. Pueden pensar que “nadie le ha visto la cara a Dios” y que “los curas son unos hipócritas” pero eso no impide que recen un Padrenuestro en un momento de peligro. “Los judíos controlan toda la economía”, dicen quienes jamás han visto a un judío ni saben nada de economía. “Con la dictadura estábamos mejor” evocan con nostalgia otros. Muchos sostienen con probidad moral que “no pagan impuestos porque el Gobierno se lo roba todo” pero exigen que el Gobierno los proteja y cuide sus dineros. Los médicos “experimentan”, no curan, pero acuden a ellos ante la menor anomalía. “Si yo fuera presidente los mato a todos”, amenazan algunos pero votan a un presidente que no mata a nadie. “Todo es comercio” declaran cuando analizan finamente una decisión parlamentaria pero aceptan en silencio esa decisión si los beneficia. “No se entiende nada de lo que dicen los intelectuales”, enuncian ponderadamente quienes sólo miran la televisión. La serie es infinita.
No exactamente, habría que determinar los matices, un mundo cultural de este tipo es el que describe Alfred Döblin en Berlin Alexander Platz. Lo pone todo en un personaje que carga un pesado saco de lugares comunes y pensamientos atrabiliarios. Buen ejemplo de relato que se hace cargo de tales pensamientos simplemente haciendo actuar al personaje y sus semejantes: la novela vincula las conductas que de eso derivan como una de las causas que puede haber llevado, o al menos favorecido, a una de las más graves tragedias de la historia de la humanidad. Me refiero al nazismo, nivel superior del fascismo. Se podría poner en un mismo paradigma a la densa novela de Robert Musil, El hombre sin cualidades, sólo que si sus personajes intentan ser comunes es por la vía de la renuncia no porque sean detentadores de ese falso saber o, mejor dicho, de un saber de lo falso como las creencias de quien inicia con su errática opinión sobre religiones estas reflexiones, homólogamente erráticas.
En otras palabras, si ese orden de pensamiento encarna determinada “cultura” sustentada en creencias como las que he tratado de describir la inferencia es clara: el fascismo sería, en consecuencia, un claro fenómeno cultural, desde luego nutrido por una cultura deficiente. Y, dadas ciertas condiciones –insatisfacción, resentimiento, culpa–, si de pronto aparece un enunciador que interpreta esas creencias y es lo suficientemente fascinante como para hacerse oír y las convierte en un aparato activo, eso que llamamos fascismo –con ese nombre o con otro, no me refiero al fascismo clásico ni al nazismo, que en su forma política parece un anacronismo–, toma forma y logra poder, lo cual parece natural porque tendría el respaldo de quienes son de este modo interpretados y se reconocen en el lenguaje del intérprete.
Pero no hay que creer que el paso es mecánico, que basta con tener ese pensamiento “amasijado” para pasar a ser fascista: hay muchas mediaciones y, ante todo, funciona un principio de represión que da lugar a múltiples vacilaciones, ya se sabe que el reprimido no necesariamente abomina del represor, en este caso el sistema; en ocasiones, el sistema es lo suficientemente fuerte como para que el deseo de identificarse con lo que esas creencias presuponen se contenga o no se le den las oportunidades para hacerlo.
¿No podría entenderse, por ejemplo, que el apoyo activo o pasivo que brindó gran parte de la población argentina, cuyo pensamiento, que acaso sólo se expresaba mediante formulas corrientes como las enumeradas u otras semejantes, la dictadura interpretaba, podía haber dado lugar al establecimiento de una estructura política y social al menos autoritaria sino totalmente obediente al modelo fascista? Basta con evocar de qué modo la dictadura convocó cuando emprendió la aventura malvinense: su fracaso puso de relieve la fuerza contenida del sistema precedente y las cosas volvieron a su carril, el pensamiento errático no vio satisfecho su deseo y tuvo que contentarse con seguirlo amasando sin expresarlo más que ocasionalmente, dispuesto no obstante, como antes, como siempre, a no dejarse atravesar por ninguna oleada crítica, ni por los atractivos culturales que fueran más allá de lo que he llamado el “amasijo”.
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