Domingo, 2 de febrero de 2014 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Entre 1875 y 1914, el imperio británico vive sus tiempos más belicosos y triunfales. Es lo que Eric Hobsbawm llama La Era del Imperio. Es el tiempo de las luces. Inglaterra tiene la certeza de llevar a los territorios que conquista, que somete, los valores de la civilización burguesa, el más alto escalón de la historia, que ella, precisamente, encarna. Pocas veces, desde los territorios de la subalternidad, se hace el ejercicio de ponerse en el punto de vista del Amo. Ni Disraeli, ni Gladstone, ni la reina Victoria, ni Kipling sentían estar avasallando países, quitándoles su soberanía o su sentido del honor. Al contrario, les estaban entregando un sentido digno de la vida. Los estaban integrando al sentido del honor del imperio. Les estaban regalando –con una generosidad que dudaban los otros merecieran– la cultura, el progreso, la civilización. Los ingleses, fieles a su pragmatismo, no utilizaban gastados términos como “las luces de la razón”, surgidos de la Revolución Francesa, que ellos detestaban. Pero el concepto de imperialismo-luz de una civilización que iluminaba territorios oscuros, dejados de lado por la mano de la historia, es inescindible de la idea que el imperialismo tiene de sí.
Decimos esto porque hay un lado oscuro en el vasto y aprisionante desarrollo de la historia de fin del siglo XIX que nos sería imposible comprender sin hacerlo. En tanto el imperio llevaba la luz de la civilización hacia los territorios oscuros, en su propio corazón, en su centralidad, latía lo oscuro, una cultura de la muerte, del pecado y la sangre. Todos han oído hablar de Jack the Ripper (ripper=destripador), pero acaso han omitido ubicarlo en este contexto (el de la era del imperialismo). Los crímenes (célebres) de Jack se cometieron en el distrito de Whitechapel. Esto ya era un problema para la corona, que deseaba mantener a Whitechapel en la oscuridad, ocultarla. Ahí no habían llegado los valores del imperio. Era una zona aún más temible que los peligrosos parajes de los territorios coloniales. Era, también, una deshonra para el imperio. Zona de tabernas de mala vida, de borrachos, de tahúres y prostitutas. Acaso sea posible (y lo es) que la reina y sus ministros decidieran que –aun dentro del territorio racional del imperio– debía existir una zona para que los hombres desfogaran sus pasiones más primitivas. Siempre habrá borrachos, siempre habrá tahúres, siempre habrá solitarios que busquen refugio en el triste regazo de una mujer licenciosa. Ahí estaba, entonces, Whitechapel.
Jack comete sus tropelías macabras entre agosto y noviembre de 1888, plena época de gloria del imperialismo. Mata, cuanto menos, cinco mujeres. Pero lo que hace que sus crímenes sean inolvidables es su metodología, el modo en que los lleva integralmente a cabo. Jack es llamado the ripper (o el deconstructor, también podría decirse) porque trizaba prolijamente a sus víctimas. El deconstructor deconstruye un texto en busca de su conocimiento. Jack conocía los cuerpos humanos. Era médico. Esta era la más plena certeza a que llegó la policía basándose en la precisión de los cortes.
Será apenas dos años antes del inicio de los crímenes de Jack the Ripper, cuando Robert Louis Stevenson, un distinguido escritor del imperio, publica la que será (junto con La isla del tesoro) su más célebre novela: El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde. Jekyll y Mr. Hyde. Pareciera esquemático el encuadre de Stevenson. Jekyll es la ciencia, es el Bien. Hasta tal punto lo es, que lo atormenta la existencia del Mal. Busca una fórmula para extirparlo del alma humana. Sólo consigue corporizar a su enemigo en su forma más pura: Mr. Hyde. Si la novela se remitiera a plantear una situación moral binaria no sería lo que es. Pero si nos detenemos en el nombre que Stevenson eligió para la contracara de Jekyll veremos que refiere a la palabra inglesa hidden. Que significa, con excepcional precisión, escondido. En suma: el Mal está escondido en la conciencia del hombre. El Mal está escondido en la conciencia del imperio. Jekyll y Hyde son las dos caras de una misma persona: Jekyll. Aun cuando Jekyll es Jekyll, es Hyde.
Jack the Ripper (esta es la mejor y más coherente teoría que conozco, pues se han hecho demasiadas) era el médico de la reina Victoria, cuyo nieto había contraído sífilis en los territorios subalternos de Whitechapel. Muere sin que el médico de la Corte pueda salvarlo, éste, por consiguiente, decide acometer su venganza. Se transforma en Jack the Ripper. Un hombre de luces, un hombre de ciencia, un hombre que ha estudiado para salvar vidas, se hunde en los territorios del pecado en busca del castigo. Si no lo atrapan nunca será porque es un eminente hombre de la monarquía del imperio. La policía habrá de declarar que siempre supo quién era Jack, pero no podía detenerlo. Algo que revela su sometimiento a la corona.
En 1887, Arthur Conan Doyle publica la primera novela de Sherlock Holmes: A Study in Scarlet (Estudio en Escarlata). La cercanía de las fechas es notable. Holmes es el imperio. Holmes es la racionalidad occidental en su formulación positivista. Es la antítesis del lado oscuro de la era victoriana, Whitechapel. Es lo Otro de Jack the Ripper y Mr. Hyde. Sin embargo, Conan Doyle tuvo la sagacidad de insinuarnos que dentro de Holmes latía un monstruo. ¿Por qué si no se inyectaba morfina? ¿Qué sofocaba la morfina en Holmes? ¿Su aburrimiento en épocas sin trabajo? ¿O cosas peores que el tedio suele despertar? ¿Es el profesor Moriarty su antítesis? No. Pero esto es demasiado evidente en las novelas y los cuentos de Holmes. Conan Doyle sabía que su genial detective necesitaba un rival de su altura. Así, crea a Moriarty: un Holmes del Mal. No en vano mueren juntos, abrazados, cayendo al abismo. Lo mismo podría haber ocurrido con Jekyll y Hyde.
En 1897, el irlandés Bram Stoker cede a la imprenta una novela sobre un conde vampiro. Es Drácula. Lo integraremos necesariamente a este análisis del mundo oscuro. El vampiro –como el Ave de Minerva de Hegel, que es la filosofía– levanta su vuelo al anochecer. Dejaremos esta relación entre vampirismo y filosofía a otros. No puedo tratarla aquí. Pero Stoker, con ella, introduce un punto de vista fascinante: la filosofía comparte el elemento (palabra amada por Hegel) en que vive (la noche) con el vampirismo. La luz de la razón sólo puede vivir bajo las sombras. Hegel quería decir otra cosa: la filosofía sólo puede pensar después de los hechos. Pero, ¿pensó que al mencionar las palabras ave y anochecer se acercaba peligrosamente al mundo del vampirismo, que es el del Mal?
¿Por qué aparece Drácula en el mundo victoriano, en plena época del imperio? Porque el imperio es vampírico. Vive de la sangre de los otros. Llegamos así al centro candente de la cuestión. Jack the Ripper, Mr. Hyde, Moriarty (pese a su inteligencia), Drácula, pertenecen al mundo de la centralidad, dan testimonio de lo oscuro en el corazón de las luces. Pero los soldados de la colonización superaron de modo incalculable los crímenes de todos ellos. Mataron a miles, decenas de miles, centenas de miles de seres humanos. Y crearon una civilización que –lejos de ser la de las luces– es la del apocalipsis. Escribe Hobsbawm: “Aunque el progreso del siglo XX es innegable (no lo es, la cuestión es por completo discutible, JPF), las predicciones no apuntan hacia una evolución positiva continuada, sino a la posibilidad, e incluso la inminencia, de una catástrofe (...) La experiencia de nuestro siglo nos ha enseñado a vivir en la experiencia del apocalipsis” (Hobsbawm, La Era del Imperio, 1874-1914, Crítica, Barcelona, 1001, 2012). Somos, todos nosotros, prostitutas de Whitechapel. Y el capitalismo es un trágico burdel en que los gerentes y los dueños reptan por el suelo arañando hasta el último dólar con tal de enfrentar el apocalipsis como lo que son: millonarios, hombres del progreso, de las luces, de la civilización.
Nota: Este texto está dedicado a Eduardo Grüner, a quien hace mucho que no veo, pero cuyo libro La oscuridad y las luces será siempre esencial en estas cuestiones, que son las nuestras, suramericanos.
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