Domingo, 2 de febrero de 2014 | Hoy
SOCIEDAD › ENCUENTRO DE COROS EN VILLA GESELL
Por Soledad Vallejos
Desde Villa Gesell
De noche, en medio del pinar, crece una cueca. Ocho mujeres y cinco hombres siguen atentos las manos de la directora y se alternan en pianissimo con “arenosa, arenosita/ mi tierra cafayateña/ el que bebe de tu vino/ gana sueño y pierde penas” para desembocar en “el agua del calchaquí/ padre de toda siembra”. Cantan sin pena, con entusiasmo adolescente aunque ronden entre los 30 y los 50. Es el último ensayo antes de la función, y las gradas del Anfiteatro del Pinar (avenida 10 entre 102 y 103) todavía están desiertas. Son poco más de las ocho: falta poco para que comience una nueva velada de los Encuentros Corales de Verano (www.encuentroscorales.com.ar), un clásico de la Villa que va por su edición número 45. Muchas cosas pasaron desde la Semana Santa de 1968, cuando a Carlos Gesell, el fundador mítico, el alemán de la barba profusa y la fama de riguroso incurable, se le ocurrió que en ese rincón del pueblo que inventó podía aprovecharse la acústica de los árboles. En plena fiebre de la vida bohemia a la orilla del mar, invitó a un grupo de adolescentes de La Plata a reunirse para cantar en el bosque. Casi medio siglo después, la tradición sigue vivita y sonando, de la mano de lo que, con el tiempo, se institucionalizó como Sociedad de los Encuentros Corales (SEC).
A metros del anfiteatro, tomando el caminito a la derecha del escenario, el revuelo de los organizadores agita puertas, papeles, detalles. Que cada coro tenga su cancionero, que funcione el micrófono para que el director de turno cuente al público de dónde vienen, quiénes son, qué cantarán, cuánta alegría les da acampar allí una semana. En la oficinita armada en una suerte de domo, una construcción de techo y paredes curvas, abovedada, el contador Raúl Lenardón dice que en todo el campamento él es el único que no canta ni cantó. Ni cantará. Lo de él es escuchar y aportar desde su profesión a la SEC, en la que reviste como vicepresidente segundo desde que un amigo, hace ya 30 años, le pidió una mano. Lenardón se fue quedando. Algo en la magia de cada encuentro lo retiene, y le gusta contar la historia.
“En 1968, don Carlos Gesell y su amigo Rodolfo Odriozola, que era dueño del Residencial El Jabalí, organizaron un concierto. En realidad, Odriozola tenía unas sobrinas en el coro de la Escuela Superior de Bellas Artes de La Plata, que después se convirtió en la Facultad, y las invitan. A los dos les interesaba la idea de hacer algo en el pinar, éste era un terreno de Gesell, lo había forestado, y quería ver qué se podía hacer”, dice Lenardón. En Semana Santa de ese año, el coro de las sobrinas de Odriozola probó la acústica del lugar con un recital. Odriozola, Gesell y su mujer estaban entre el público, de por sí reducido. El lugar, acota Lenardón, era otro, pero no sólo el pinar: “La Villa no tenía nada de lo que ves ahora”. En el verano del ’69 se repitió. El fundador estaba tan entusiasmado que propuso un trato: si repetían los encuentros cada año y nunca cobraban entrada, les cedía el pinar para cantar.
Al año siguiente, el pinar empezó a poblarse de carpas y carpones, prestados por la Dirección de Aeronáutica. Los fogones cocinaban en ollas gigantes que los coreutas conseguían prestadas del comedor universitario de La Plata, que en esas semanas estaba en receso de verano. Así nació la SEC, que se lanzó con coros platenses y rosarinos. “El público traía lonas y reposeras para sentarse”, recuerda Lenardón, mientras a su lado, camino a las gradas, ahora mismo van llegando personas cargadas con la reposera que por la tarde los tuvo al sol y que ahora será butaca en primera o segunda fila. Por esa época, cuando los encuentros eran de diez días y todavía no existían las construcciones que hoy alojan a 100 intérpretes de todo el país cada semana, nació también una costumbre tierna: las últimas horas de canto transcurrían ante la casa de Carlos Gesell, en el bosque ante el mar, hasta donde iban los coros para agradecerle, con su repertorio, los días pasados. Hoy, a meses del 35º aniversario del fallecimiento del fundador, la tradición de cantar en el pinar del norte perdura como fecha fija en la agenda.
Cada verano, durante enero y febrero, entre 15 y 25 coros vocacionales y de instituciones de todo el país se turnan para tomar por asalto el campamento durante una semana, compartir trucos, técnicas, pasiones, y dar recitales. Saben que miércoles y sábados cantan en el Anfiteatro del Pinar, los jueves, en Mar de las Pampas (en Lucero y Mercedes Sosa) y los sábados, en el otro bosque, el del Chalet de Don Carlos, convertido en museo histórico de la Villa; en todos los casos, la música empieza a las 9. Los domingos, en cambio, hay “espectáculos especiales”, como el que brindará el segundo domingo de febrero el Quinteto de Jazz de La Plata. “Aquí han cantado Opus Cuatro, Tarragó Ros, César Isella, Teresa Parodi, Cantoral. Y se llena. En esas fechas, llegamos a tener dos mil personas”, dice Lenardón.
“Todo lo hacemos en forma gratuita”, cuenta Lenardón, que para demostrar la fuerza del amor a la música, explica: “Yo soy contador, pero también hay abogados, industriales, docentes, todas personas que nos dedicamos a otra cosa pero organizamos esto, y las actividades del resto del año, porque nos gusta. La Sociedad es una asociación civil cultural sin fines de lucro”. Cuando el verano huye, la vida musical sigue. “Organizamos por Facebook, por mail. Ahora es más sencillo, porque antes lo hacíamos por carta. ¡Dos mil cartas mandábamos a todo el país invitando coros! Ahora eso cambió. Por suerte”.
Las gradas, de a poco, se poblaron. Hay 300, 400 personas, pero así y todo se trata de un evento íntimo. Están en penumbras bajo los árboles, bajo las estrellas de una noche despejada mientras sobre el escenario el director del coro de María Juana explica que su pueblo queda en Santa Fe, que espera que escuchen bien, porque les gusta cantar pianissimo, y si no, pide que lo disculpen y se acerquen. Nadie se mueve. A una cuadra, camino al barullo de la peatonal, todavía llegan las voces. Todas las ventanas de las casas parecen abiertas a propósito.
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