Viernes, 11 de abril de 2014 | Hoy
Por Noé Jitrik
No puedo decir que el personaje no me caiga bien pese a su labia recursiva y autorreferente. Viene periódicamente a venderme productos que vaya uno a saber dónde se producen, pero que están correctamente envasados en rigurosos envases de plástico. Se trata de aceitunas, verdes y negras, robustas y carnosas, irresistibles, que acepto, diversas conservas, de vegetales, escabeches, pimientos, ajíes, pickles, que rechazo y, sobre todo, de aceite de oliva, que le compro invariablemente hasta casi hacer una colección, una persona más integrada a la realidad lo llamaría “stock”.
Su visita se ha hecho una costumbre que va durando años; me trae, con todos esos interesantes insumos, y tal vez le presto atención por eso, un relente a Cruz del Eje, de donde procede lo que me ofrece y él mismo, nombre que me remite a la vez a varios recuerdos, algo imprecisos y no muy personales, pero que me vuelven cada vez que el hombre se hace presente con sus bolsas y me convence de que todo lo que vende es baratísimo y mejor que lo que se puede conseguir en otros lugares. Uno de esos recuerdos tienen que ver con un comienzo: hacia fines de la década del s50 se decía que la tierra de esa zona era apta para el cultivo del olivo; parece que era cierto, ahora el paisaje de ese lugar es frondosamente verde, ese verde irrumpe en el desierto que se insinúa por ahí hasta obtener el nombre de Los Llanos, adjudicado más bien a La Rioja, una inmensidad en la que suenan todavía los fantasmales relinchos de la caballada de Facundo Quiroga y el Chacho Peñaloza. El otro con la silenciosa, discreta, esforzada presencia de Arturo Illia, el “doctor” que, desde esas casas bajas y siempre cerradas llegó al máximo, pero efímero, lugar situado entre Balcarce y Paseo Colón, frente a la Plaza de Mayo.
Durante años, el hombre venía en la época veraniega y nunca le pregunté cómo se llamaba; un día, no hace mucho, me dejó un papel en el que puso, con letra temblorosa, su nombre: Sergio Oliva se llamaba. Para que no se diga que en los nombres y apellidos no está escrito de alguna manera el destino.
Siempre de pie, exhibiendo sus bolsas y a veces llevando una bicicleta, pero acompañado por algunos chicos, un par de hijas a veces, de muchachos otras, no dejaba de correrme para el lado que suponía que yo disparaba. “Te vi en el Canal Encuentro”, me dijo más de una vez, aunque sospecho que me vio sólo una y que manejaba la información como quien muestra repetidas veces una fotografía en la que hay algunos personajes que cree mostrables, familia o funcionarios o lo que sea, para tener un argumento que le permitirá darse un poco de corte o conseguir la atención del interpelado y poder pasar así a otra cosa. No hago caso y lo interrumpo con alguna pregunta o alguna broma sobre lo que quiere cobrar y él, impertérrito, entra en el juego, abandona el Canal Encuentro y arremete con su particular estilo de vendedor.
Y, en efecto, siempre pasa a otra cosa: ora llega excedido de peso, gordísimo y, al año siguiente, flaco; me explica la transición, una enfermedad o un accidente; otra vez, me cuenta cómo fue engañado por un hospital en el que tuvo que internarse por algún mal gravísimo, tal vez un accidente de cuyas secuelas me muestra las marcas; o bien cómo la mujer lo abandonó y se fue a vivir a un prostíbulo arrastrando a sus hijas mujeres, sin serlo ella, pero dejando al pobre padre preocupadísimo por lo que la señora de la casa podía llegar a hacer con las niñas; también habla de su confianza en que uno de sus hijos, que juega muy bien al fútbol, pueda llegar a ser un internacional, Barcelona, Madrid, Messi aparecen en escena, pero, últimamente, me pareció que estaba abandonando ese sueño tan argentino para contentarse con otro, de otra índole, el de ser militar, expresión tal vez exagerada, cabo o sargento, aunque le sirve para considerar que hay gente que tiene, su hijo podrá ser un favorecido, la suerte de un sueldo todos los meses mientras que él se gana la vida y sostiene a su familia vendiendo aceite de casa en casa.
Lo escucho, se embala en sus relatos y de pronto, al despedirse afectuosamente, me abraza y me besa y declara que soy su amigo, me dice que ambos nos podemos hacer ricos si yo escribo la tan interesante historia de su vida.
Trato de imaginar cómo vive pero, prudentemente, no lo interrogo sobre ese punto. Me imagino, con cierto temor, visitándolo en su casa; tal vez me sorprenda, tal vez me confunda, pienso que me encontraría con una forma de vida lejana pero real, nada que ver con la mía, casi ni siquiera el lenguaje, en su caso entrecortado, ansioso, pero poco propicio para la conversación pese a su locuacidad o tal vez por eso mismo. El silencio de su mujer y de sus hijos cuando viene a casa es un indicio, algún precio ha de pagar por eso.
De hecho, las veces que ella lo ha acompañado permanece unos pasos atrás, apenas si abre la boca, encerrada en su mundo que vaya uno a saber cuál es; sus niñas casi no responden a mi saludo y los varones se quedan torvamente contemplando la escena. A él eso no parece importarle, me habla y me trafica y concluida la transacción se va con la música a otra parte, seguramente recomenzará su autobiografía con cada comprador de aceite y aceitunas.
La última vez que apareció trajo dos novedades; la primera, pero como si no tuviera mucha importancia, era que su mujer había vuelto a la casa; contrastaba su calma con el anterior dramatismo; la segunda era que lo acompañaba un muchachito de quien dijo que era su yerno. Por la primera se lo celebré, no hay nada como volver a la paz conyugal, propia y ajena; en la segunda no pude ocultar mi sorpresa. No era que su hija se hubiera casado sino, simplemente, ahí estaba lo que en la actualidad se denomina “pareja”, convivía, sin duda bajo el mismo techo. Interrogado, respondió que tenía 18 años, de qué asombrarse porque no hubiera hecho ese tradicional y solemne juramento que consiste en comprometerse a cuidar y mantener a ese ser cuya edad no me parece que pasara de 15. El hombre, tranquilo, seguía hablando de lo suyo mientras que el yerno, parado unos metros atrás, medio sesgado el cuerpo, una pierna adelantada y la otra haciendo de columna, parecía tener una actitud corporal desafiante, casi como dispuesto al combate. Menudo y plantada en la cara, en la que asomaba algunos pelos irredentos, una sonrisa algo socarrona dirigida no sé a quién, no a mí ni a su suegro sino al mundo en general, no abría la boca, misterio absoluto en esa figura esmirriada, qué secreto ocultaría.
No pude con el genio y le dije que se parara derecho, esa pierna adelantada podía ser mal interpretada y crearle algún problema con alguien de peor calaña que la suya; me hizo caso y se enderezó, de modo que viendo su positiva respuesta le pregunté al suegro si la chica no estaba ya embarazada. En verdad mucho no me interesaba, pero me dio lástima el lío en el que esos chicos se metían. “¡Cuidate! Podés arruinar toda tu vida”, le dije pero no agregué moral ni pedagogía como, por ejemplo, en lugar de andar casándote estudiar un poco y, si se te da, también trabajar, ninguna de ambas cosas sin duda hacía, sólo trotaba detrás de su suegro.
Traté de imaginar cómo vivirían los que ya antes no debían poder respirar demasiado en lo que sería la casa, con uno más, un clásico entenado, enredado con una muchacha que apenas apuntaría a la vida. Temí por ellos, conjeturé que no debían ser los únicos, supuse que esa situación era lo que podía considerarse la vida real de todo un grupo humano en el que el esfuerzo recaía sólo en uno, que bastaría con salir del refugio mesocrático porteño o urbano para advertirlo y, por fin, que una buena porción de los cuarenta millones que somos viven de esa manera, esperando, ilusionándose, procreando a la vista y paciencia de quienes deben esperar otra cosa de la vida, aceites y aceitunas.
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