Sábado, 9 de agosto de 2014 | Hoy
Por Sandra Russo
Hay uno de los cuentos más breves de Raymond Carver, uno que se llama “El padre”, que nunca descifré y siempre me fascinó. La fascinación, en este caso, tiene mucho más que ver con lo que se siente al leerlo que con lo que uno comprende. Hay tres niñas, una madre y una abuela rodeando un moisés de mimbre en el que el hermanito recién nacido está chupándose su propio puño, a falta de chupete, pateando la frazadita y las cintas celestes que indican que se trata de un varón. El padre de las niñas, en la cocina, le da la espalda a su familia mientras lee el diario. Las niñas, la madre y la abuela observan al bebé y discuten entre ellas a quién se parece. Más que una historia, el cuento entero es apenas una escena. Lo que siempre me fascinó es el tema del cuento. Los parecidos. Esa necesidad casi autónoma que lleva a los miembros de una familia a preguntarse desde el mismo momento del nacimiento de un nuevo integrante a quién se parece. Como si lo primero que nos surgiera hacer ante un nuevo ser es esa verificación de rasgos, carácter o actitud. Como si en lo delgado de los deditos, en lo difuso de un perfil, en el color de las cejas o en la expresión de los ojos se reinventara constantemente la especie, como si se interrogara a sí misma, como si se pusiera a prueba, en el juego de los parecidos, esa misma capacidad de reinvención.
El parecido emerge como la prueba genética natural a simple vista que ofrece la especie para dar cuenta de su reproducción, y también como la marca humana de la reproducción, porque es improbable que las vacas o los colibríes o los cerdos o las moscas busquen el rasgo físico del parecido del recién nacido con esa rara perturbación espiritual que mueve a los miembros de una familia a encontrar en el que llega algo de lo que ya fueron o son los que lo precedieron. Quizá los humanos nos entreguemos al sentido de la vista más que al del olfato, quizás ese impulso de descubrir los parecidos provenga de la necesidad de la certeza de la paternidad, en culturas patriarcales que han sospechado siempre de quienes gozan de la certeza completa por excelencia, que son las madres. Quizás esa necesidad de establecer linajes desde tiempos en que era imposible garantizarlos por otros métodos haya generado la búsqueda de los parecidos, y entonces el parecido permita la tranquilidad de la constatación y se constituya en el DNI natural que aleja los fantasmas y certifica vínculos.
En el plano mítico, como entre muchos otros ha descripto Otto Rank, los héroes son personas a las que les fue arrebatada la chance del parecido. En todas las latitudes y en muchas culturas, pero especialmente en la occidental, el héroe es un chico expropiado, un hijo desconocido o arrebatado, alguien cuya peripecia personal termina siendo colectiva –siempre un hijo de un rey es criado por un campesino, nunca al revés–, pero al mismo tiempo alguien que completa el círculo de la verdadera identidad. Es el Arturo de la espada en la piedra, criado por gente simple, un niño del pueblo, uno entre tantos, que inexplicablemente lograba sacar la espada de la piedra sin hacer ningún esfuerzo: estaba en su sangre la posibilidad de hacerlo, aunque él no fuera consciente de eso y fuera el primer sorprendido por la imbatible energía de su genética: Arturo, con la espada todavía en la mano, no es un héroe triunfante, sino un adolescente atribulado por lo que acaba de hacer y no comprende. Arturo, en esa escena, es alguien preguntándose “quién soy”.
Uno lee ficción para encontrarle respuestas a la no ficción que es la vida. Cuando hace años leí ese breve cuento de Carver, dejé apuntado el tipo de incomodidad que sentían las niñas mientras le encontraban múltiples parecidos al hermanito varón y la súbita perturbación cuando descubrían que el bebé se parecía al papá, pero que el papá no se parecía a nadie. Esta semana esa escena reapareció en mi memoria, pensando en cómo y a través de qué caminos insondables, los argentinos convivimos con ese malestar de tantos niños, luego adolescentes y ahora adultos jóvenes que no se parecen en nada a sus padres, porque sus padres no son sus padres, ni han festejado sus cumpleaños en sus fechas reales de nacimiento, ni han sabido nunca la verdad sobre sus orígenes, que en todos los casos han sido violentos, porque nacieron en la inoportunidad del genocidio.
En los relatos de los nietos recuperados siempre llega el momento en el que la que se narra es la historia colectiva. Cada uno tiene la propia, hecha de terror y mentira, sospecha, duda, acontecimientos distintos que siempre alimentaban más y más, a medida que pasaba el tiempo, esa angustia que crecía en el pecho, porque la certeza del linaje nunca había pasado la prueba interna, la más íntima y personalísima de todas, que requiere que alguien sepa quién es para recién después saber a qué familia pertenece.
Todos esos nietos han buscado en algún momento de sus infancias o adolescencias los parecidos, y no los han encontrado. Pueden haber sido más o menos negadores, pueden haber encubierto con más o menos suerte esa angustia, la habrán justificado mejor o peor, pero han vivido en la mayor y absoluta soledad esa carencia de lo que tenemos todos los demás, el pelo igual que el de mamá, las espaldas anchas como el tío, el carácter del abuelo, la sonrisa de la hermana. Todos los demás, que hemos contado con uno o varios o múltiples parecidos con la familia que nos ha tocado, nunca hemos experimentado ese abismo al que ellos sí tuvieron que asomarse, cuando los abrumaba no la certeza del linaje, sino la tristeza de la exclusión. Porque empezando por los rasgos familiares, esos quinientos argentinos que hoy rozan los cuarenta años fueron también excluidos del juego de los parecidos como el gran calmante de la identidad. En ese territorio yermo de la duda que persiste, en esa contradicción entre lo que debería sentirse y lo que efectivamente se siente, en esa desolación subjetiva inenarrable, late todavía el terrorismo de Estado. Los cuatrocientos nietos que falta encontrar indefectiblemente deben haber sido, y siguen, rehenes de esa falta de parecidos, físicos y anímicos. La maravillosa historia de Estela y Guido Carlotto ha impregnado a esta sociedad con su perfume, sencillamente porque el amor venció al odio, y no era una frase de señalador, sino el reencuentro, después de treinta y seis años, entre una abuela que por amor a su hija buscó hasta el límite de sus fuerzas y un nieto que se dejó llevar por la corriente más interna de su ser y fue hacia ella. La historia no se redujo a ese reencuentro, que por sí solo hubiese sido grandioso, porque les cambia la vida a los dos y corona con justicia poética la terquedad de Estela en esa búsqueda. En un mismo movimiento liberador de una verdadera identidad, apareció también su familia paterna, los Montoya, que, desde Santa Cruz, también habían buscado a Guido, dando su sangre al Banco de Datos Genético, aunque recién hace pocos años se enteraron de su posible existencia. Guido les trae, como mostraron esta semana algunas fotos, el increíble parecido con Oscar, el hijo asesinado en 1978. La forma de la nariz, el enclave de los ojos, ese aire a Oscar que seguramente les deparará un tipo de reparación desconocida e inesperada. Guido podrá, ahora sí, atar cabos, explicarse a sí mismo muchas de sus inclinaciones personales, pasarse en limpio a la luz de las fotos en blanco y negro que quedan de sus padres, pero sobre todo de los cuentos que le cuenten sobre sus padres sus abuelos y sus tíos. Es la vida que vuelve, la vida que Laura y Oscar dieron antes de que les quitaran las suyas.
Si de algo muy primario y abarcador nos habla la historia de Guido Carlotto es de lo indetenible de la vida.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.