Domingo, 21 de septiembre de 2014 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Si el Antiguo Testamento presenta la figura de un dios castigador de pecados, no hay que asombrarse que muchos padres duros surgieran en la historia para aplicar esa dureza a sus hijos. Así, los echarían del Paraíso, no del que el Padre fundante echó a Adán y Eva, sino del supuesto paraíso de la infancia, un paraíso lleno de sucesos horribles. Se sabe: la crueldad del dios fundante abandonó a sus hijos a la tentación. Eva fue tentada al pecado por la serpiente del Mal, que era el Diablo disfrazado, y comió del fruto prohibido.
(Nota: Resultará tal vez interesante un breve repaso por los distintos nombres de este importante personaje: fue llamado el Diablo desde la Antigüedad hasta el cristianismo primitivo; Satán, en la temprana tradición de los cristianos; Lucifer, en la Edad Media; Mefistófeles, durante la Modernidad, tal como es posible comprobarlo en el Fausto de Goethe, que, conjeturamos, recibió Su ayuda para escribir tan magnífico libro. También, en la Biblia, Belcebú, Belial, El Maligno, Abadón o Apolión. Ofreceremos seguidamente Su nombre en los versículos que ofrece Matías: Satán, Matías 4:11. Príncipe, Matías 12:24. El Maligno, Matías 6:13 y Belcebú, Matías 10:25. Abadón se le dice en Apocalipsis 9:11. Y Belial en Corintios 6:15. También se le dice Abadón en una mala novela de Sabato, motivo por el que tal vez Abadón sea el más desdichado de Sus nombres. Lo nombramos, toda vez que lo hacemos, con mayúscula porque Él es, sin más, Dios. Esto lo tratamos en otros libros. Ver: “Dios es ateo” en mi próximo libro de cuentos Bongo, Infancia en Belgrano R y otros cuentos y nouvelles.)
Sin embargo, ¿quién fue el Creador del Mal? Dios. ¿No debía contener Dios una gran parte de esa sustancia (el Mal) para crear al Diablo? Desde luego. Satán es creado con sólo una parte del Mal que radica en Dios. “Luego de Aschwitz”, dirá Karl Löwith, “es imposible imaginar una divinidad por completo bondadosa”. Esa figura omnipotente y poseedora del Bien para escarmentar al Mal va adquiriendo distintas figuras a lo largo de los años. La primera es la del Dios judaico. El Levítico es estremecedor. Empieza así: “Yahvé llamó a Moisés y le habló así desde la Tienda del Encuentro: ‘Di esto a los israelitas’” (Biblia de Jerusalén, pág. 121). Y termina así: “Pero si no escucháis y no cumplís todos estos mandamientos; si despreciás mis preceptos y rechazáis mis normas (...) también yo haré lo mismo con vosotros. Traeré sobre vosotros el terror, la tisis y la fiebre que os abrasen los ojos y os consuman la vida. Sembraréis en vano vuestra semilla, pues el fruto se lo comerán vuestros enemigos; os tiranizarán los que os aborrecen y huiréis sin que nadie os persiga” (Levítico, 26/17), Biblia de Jerusalén, pág. 151).
Esta figura del Padre no es cuestionada en el Nuevo Testamento, que acepta en bloque al Antiguo. Así, bien autorizado, si se me permite este abrupto salto temporal, se habrá sentido el padre del pequeño Mozart para tiranizar y explotar a su hijo a través de las cortes de Europa. Primero creyó que habría de ser la hermana del pequeño Wolfgang la que habría de rendirle esos frutos, hasta que escuchó a su hijo tocar algunas composiciones. Cambió de idea. Wolfgang Amadeus era un genio y ese genio debía expresarse en la insondable faltriquera de su padre. Wolfgang pasó su infancia deslumbrando a la nobleza europea con su capacidad para improvisar. Si Leopold fue la pesadilla de Wolfgang se dice que Wolfgang fue la de Salieri, aunque ahora se niega, lo que ha permitido editar música de Salieri que –según creo– lejos de desmentir la tesis de la enfermiza envidia de éste por Mozart, la confirma.
La imagen de Leopold Mozart ha consolidado –en casi todas las formas del arte– el concepto del padre despiadado, astuto y expoliador. Mayor desdicha, sin embargo, le tocó a Beethoven. Leopold era un padre frío y calculador. Explotaba a su hijo como un capitalista de Manchester a sus obreros, pero al menos no era alcohólico y no lo castigaba. El padre de Beethoven intentó hacer de su hijo otro Mozart. Pero el niño Ludwig no tenía las precoces y asombrosas dotes del niño Wolfgang, motivo por el que su padre decidió transformarlo en un Mozart a golpes y otros rigores. Por ejemplo, levantarlo de su cama en horas de la madrugada para que interpretara piezas para sus amigos de farras. Si lo hacía bien, volvía íntegro a la cama. Si no, el viejo avaro y brutal lo castigaba. Se dice (y es muy posible) que los castigos que Ludwig van recibió durante esa infancia terrible provocaron su sordera. Esa sordera le impidió escuchar su Novena sinfonía. Un sordo puede componer, la música suena dentro de su cabeza, pero no puede escuchar.
Friedrich Wieck, el padre de Clara Schumann o Clara Wieck, se opuso tenazmente a la relación de su hija con el genial Robert. No dudaba del genio de Schumann, pero además de tener genio, ¿qué tenía? Nada. Imaginaba para su hija algo mejor. Ella era una mujer exquisita, notable pianista y compositora. Fue víctima de los prejuicios de su época, pues se juzgaba a sí misma comparándose con Franz Liszt y solía decir que nunca llegaría a tocar ni componer como él. Que ninguna mujer había compuesto algo que valiera la pena antes que ella, ¿por qué habría entonces de hacerlo? Bastará con escuchar su bello Nocturno Op. 6 Nº 2 para advertir que se equivocaba. Pero no eran tiempos en que las mujeres compitieran con los hombres en tareas que solían estarle dedicadas: la creación musical, desde luego.
El mismo Liszt alentó a Clara a dedicarse con esmero y convencimiento a la composición, incluso le dijo que no tenía por qué envidiarlo, que su arte en el piano era tan bueno como el suyo. Clara Schumann respondió con siete hijos y dedicó –luego de declararse la locura de Robert– su vida a difundir la música de su marido y a cultivar una hermosa amistad con Johannes Brahms. Esta amistad, este encuentro entre dos seres extraordinarios que deciden la creación del amor en el modo de una amistad imperecedera, tal vez sea la más hermosa de sus creaciones. Debe haber sido –quién podría dudarlo– una mujer formidable: gran pianista, compositora de talento, madre fecunda y depositaria de la devoción de dos hombres inmensos, Schumann y Brahms.
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