Viernes, 17 de octubre de 2014 | Hoy
Por Juan Forn
Cuando los nazis montaron la famosa exposición de “arte degenerado” en Munich en 1937, inauguraron al mismo tiempo otra muestra titulada El Gran Arte Alemán. La idea era que los asistentes a la primera purgaran su paladar en la segunda, pero el arte degenerado atrajo cuatro veces más gente. Para calmar al Führer, Göering formó de apuro un Comité de Explotación del Arte Degenerado, cuya misión era vender en el extranjero esas piezas execrables y, con el dinero, recuperar para el Reich “buen arte genuinamente alemán” desperdigado por Europa. El dinero fue para hacer cañones: como bien se sabe, los nazis rapiñaron obras de arte en masa y sin pagar una vez que empezaron la guerra; pero aquel comité de cuatro personas siguió operando discretamente hasta 1944. Uno de los cuatro miembros de ese comité se llamaba Hildebrand Gurlitt y su nombre se habría perdido en el basurero de la historia si, hace tres años, la burocracia migratoria suiza no avisaba a su par alemana de un ciudadano que acababa de cruzar de Zurich a Munich portando en sus bolsillos más de nueve mil euros en efectivo, un hecho que no es delito en sí pero que ameritó, nueve meses después, una visita del fisco a su domicilio porque el ciudadano en cuestión, un anciano de ochenta años, no cobraba jubilación ni tenía seguro médico ni ingresos comprobables ni figuraba siquiera en la guía de teléfonos de Munich. Su nombre era Cornelius Gurlitt y llevaba cincuenta años viviendo de espaldas al mundo en ese departamento cuando la visita del fisco hizo añicos su paz.
Durante tres días obligaron al anciano a permanecer en una silla y firmar recibos mientras descolgaban, embalaban y se llevaban más de mil pinturas y dibujos de Picasso, Matisse, Chagall, Kokoshka, Otto Dix, Max Beckmann, una colección que superaba los cien millones de dólares y que superaba también a aquel juzgado de Munich, que descubrió de golpe que tenía en sus manos una papa caliente. La causa se silenció y la colección durmió en un depósito hasta que, hace unos meses, la revista Focus reveló que el fisco de Baviera tenía en su poder una partida de obras que pertenecían a la gran muestra de arte degenerado de 1937 y que en tres años no había hecho nada para restituir esas obras a sus dueños originales o sus herederos, casi todos ellos judíos. La causa cobró vida de la noche a la mañana, la Corte de Munich quedó sepultada de pedidos de Europa, EE.UU. e Israel exigiendo un inventario completo de las obras requisadas, la propia Angela Merkel exigió que se resolviera rápido el asunto y el viejo Cornelius tuvo un soponcio al toparse con un enjambre de paparazzi en la puerta de su departamento.
El pequeño inconveniente era que el Estado no podía expropiarle la colección al viejo Cornelius. Alemania fue uno de los firmantes de los Principios de Washington de 1998, según los cuales los museos e instituciones públicas que posean arte confiscado por los nazis deben devolverlo a los herederos de los dueños originales, pero eso sólo se aplica a instituciones, no a personas particulares. La única solución era convencer al viejo Cornelius de que las devolviera voluntariamente. Pero para entonces el anciano estaba en una cama de hospital y los diarios y revistas alemanas se habían hecho tal festín con la historia de su padre que aceptó dar una entrevista a Der Spiegel desde su lecho.
Hildebrand Gurlitt había llegado a aquel comité de Göering por sus méritos “negativos”: desde la llegada de los nazis al poder fue despedido sucesivamente de dos museos (el Kunstverein de Hamburgo y el provincial de Zwickau) por su encendido apoyo al arte moderno y por tener una abuela judía. No simpatizaba con Hitler, pero consideró que su providencial puesto le permitiría preservar el arte que amaba, y eso hizo toda la guerra, según aseguró a los aliados, cuando lo arrestaron en 1945 en el castillo de Aschbach, adonde había llegado con su esposa, sus hijos Cornelius y Benita y una carretilla en la que llevaba su preciada colección, cuando su casa fue destruida en el bombardeo de Dresde. Los aliados lo tuvieron tres años arrestado mientras analizaban los orígenes de aquellas pinturas que él sostenía haber comprado en forma legítima antes de la guerra. En 1948 fue exonerado y recuperó parte de su colección. En 1950 fue nombrado director del Kunstverein de Dusseldorf. En 1953 posó junto al presidente alemán y Thomas Mann en la inauguración de una gran muestra homenaje a Die Brucke para la que había cedido cuadros de su colección. En 1956 murió en un accidente automovilístico.
La viuda decidió mudarse a su ciudad natal para cambiar de aires: con la venta de dos cuadros de su marido compró dos departamentos gemelos en el coqueto barrio de Schwabing, en Munich. En uno instaló a los hijos y se acomodó en el otro con la colección. Cuando la madre murió cuatro años más tarde, Cornelius se trasladó al departamento vecino con su camita de soltero. Tenía veintiocho años, no trabajaba ni estudiaba, ni lo haría el resto de su vida, porque su misión, tal como su padre le había repetido desde chico, era preservar aquella colección. Cornelius no era un hombre de acción, como su padre; era más bien contemplativo, el mundo le era hostil, así que convirtió aquel departamento en su mundo: para proteger las pinturas, se encerró con ellas, confesó a Der Spiegel. No iba al cine desde 1963. La última vez que vio televisión era en blanco y negro. Sólo escuchaba radio y siempre emisiones suizas. Nunca tuvo una novia ni un amigo. Se sentía y era un fantasma para Munich, un fantasma legal: renovaba su pasaporte en el Consulado de Zurich, hacía todas sus transacciones en efectivo, que traía de una cuenta suiza donde Benita le depositaba dinero. Desde la muerte de su hermana no habló más con nadie y las únicas personas que habían entrado en años a su departamento eran los indeseables que se llevaron la colección y la asistenta social que le mandaron después, temiendo que se suicidara.
Cornelius había pasado su infancia jugando bajo la tutela del Matisse y el Kokoshka y el Chagall que colgaban en la sala de los distintos departamentos en que había transcurrido su niñez. Recordaba el retrato de Beckmann que siempre iba en la cabecera de su cama (y a su padre diciéndole: “A Hitler no le gustan las caras verdes”), la carpeta con dibujos de Durero, Renoir, Daumier y Delacroix que estaba siempre junto a la cama de sus padres y que ellos hojeaban antes de dormirse. Durante décadas Cornelius repitió la ceremonia todas las noches y ahora lo habían dejado sin nada, su departamento era una celda blanca y la ciudad de Munich el carcelero. A través de aquel reportaje a Der Spiegel prometió al Estado alemán que, si al menos le retornaban esos pocos cuadros, él aceptaría donar toda la colección a su muerte.
Y eso hizo el viejo pillo. Aunque no volvió a pisar su departamento ni vio sus amados cuadros de nuevo, logró que la prensa y el fisco lo dejaran en paz sus últimos meses y, cuando se sintió morir, convocó a su abogado al hospital e hizo una pequeña enmienda al testamento: en lugar de donar su colección a Alemania, se la dio a un pequeño museo de Berna que nunca había oído hablar de él y que espera resignadamente que le quede algún cuadro luego de cumplir con la lista interminable de reclamos de restitución que le llegan en oleadas, día tras día.
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