Domingo, 26 de abril de 2015 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Julian Assange se enfurece con los posmodernos: no todo es interpretación, existen los hechos, existe lo fáctico, y sin esa base dura, concreta, no se puede trabajar. Tiene razón y no. Necesitamos hechos. Necesitamos ese primer nivel fáctico. Toda interpretación debe serlo de un hecho indudable. Sólo cuando el diario El País anunció la muerte de Chávez con una foto de un muerto que era otro estuvimos frente a una mentira. La mentira aparece cuando la interpretación del hecho no se apoya en ninguno o lo fabrica para hacerlo. Del hecho no se puede dudar, habrá de ser inobjetable, y habrá que seguir indagando en él para elaborar nuevas interpretaciones. Hay hechos que pueden echar por tierra a varias de ellas. Pero sobre cada nuevo hecho que surja caerán las interpretaciones para hacerlo suyo, llevarlo a su corpus interpretativo, avalar lo que se venía diciendo o darlo vuelta con habilidad, con astucia, de modo que parezca decir lo mismo que antes incorporando lo nuevo. Cualquier hecho nuevo deberá ser llevado a jugar en favor de nuestra interpretación o de otra similar que sostenga nuestro punto de vista, que es –siempre– el de nuestros intereses.
La historia está tramada por muchos intereses. Cada sujeto político es uno. Cada sujeto político se diferencia de uno y de todos. Cuando en el Cours de Ferdinand de Saussure se establece que todo punto del sistema surge en tanto diferencia hay que señalar algo más, que el suizo suele olvidar. Toda diferencia es conflicto. Toda diferencia es antagonismo. Toda diferencia tiene algo que el otro (el diferente de la diferencia) no tiene. Así, cada diferencia introduce una despresencia en la plenitud de la presencia de la otra. Ninguna es presencia totalizadora. Si anulara a las otras diferencias lo sería. Así, los sistemas autoritarios exitosos han eliminado sus diferencias, sus campos políticos antagónicos. Se asumen como presencias absolutas. Liquidaron el poder de las otras diferencias que establecían un agujero, una carencia, una nada, una despresencia en su presencia. Lo Uno es el Todo. Y no tiene rendijas. Este es el poder autoritario y es lo que todo poder ambiciona ser: lo Uno, lo Unico. Esta situación suele darse, pero debe recurrir a la sangre. Si lo Uno es lo Unico, si lo Uno es la absoluta presencia y no hay despresencia que lo hiera es porque ha ganado una guerra en que ha matado a todos los Otros o los ha sometido a su régimen de poder, basado en las armas y en los medios.
Cada relato –al surgir como diferencia de y conflicto con otro– instaura una grieta. El relato es una interpretación. Pero también es más. Es una trama ordenada de interpretaciones que confluyen en una organización de los hechos. El relato se apoya en los hechos para terminar por instituir una ficción que justifica sus intereses. La “realidad” es una lucha de ficciones, cada una de ellas sostiene ser la “verdad”. Y lo es, pero lo es sólo del grupo que la sostiene. La historia es una lucha de verdades parciales. Cada una de ellas ha sido elaborada por una “parcialidad”. Todas ellas, en tanto campos antagónicos, en tanto esferas en conflicto, constituyen una “totalidad”. La totalidad es el juego infinito de las verdades parciales, de aquí que la totalidad nunca cierre, nunca totalice. La totalidad vive en constante destotalización. Sólo totaliza cuando una de las partes se impone como el Todo. Aquí, la tarea de las restantes partes es destotalizar al Todo. El Todo se instala como hegemonía. La parte que consigue totalizar los campos antagónicos de las restantes pasa a ser la parte hegemónica del sistema político. Anula la praxis de las otras. Esa praxis es la libertad de los sujetos militantes. Podemos llamarlas –si lo deseamos– praxis emancipatoria. Si una parte elimina la praxis emancipatoria de todas las otras, sólo resta, como dinámica del Todo, su propia praxis de sometimiento. Cuando los campos antagónicos son eliminados, cuando el conflicto se destruye por el triunfo de uno de sus polos, cuando, entonces, no hay conflicto, no hay antagonismo, no hay historia. Hay un Todo y las partes pueden ser embellecidas en tanto diferencias que dialogan entre ellas o entre dialectos que enuncian enunciados que remiten a ellos mismos, porque ningún dialecto comprende lo que otro enuncia. De esta forma, el Todo establece su dominio armónico e incuestionado. Todo cambia cuando una de las partes crea una praxis diferenciadora en la modalidad del conflicto con el Todo. Aquí se establece una grieta. Una grieta es un conflicto. Una hendidura en la modalidad monolítica del Todo. Una grieta se asume como diferencia-conflicto. Su conflicto es una praxis de negación. Por pequeña que sea la parte tiene el coraje de encarnar una negatividad que niega el Todo. De aquí que las teorías de la estetización de las diferencias (la teoría de las multipolaridades que mantendrían diálogos en tanto partes armónicas, con igual poder) y la exaltación de los dialectos niegan la globalización desigual del capitalismo. Desde sus orígenes como sistema-mundo hasta el presente, el capitalismo se ha presentado como la realización o la ambición conquistadora (en tanto voluntad de poder) de la totalidad. El colonialismo y el imperialismo son las expresiones de este proyecto. Someter las partes al Todo. Este proyecto interpreta la historia como conflicto. Hay una praxis de sometimiento y una de emancipación. Una praxis de la libertad. Cuando la praxis de la libertad totaliza instaura un nuevo orden totalitario que somete a las restantes partes al Todo que ahora ella encarna. Entonces las otras partes (las que han quedado bajo la sombra del sometimiento) emprenden otra vez la tarea de destotalizar la totalización. La tarea emancipadora. Como vemos, la historia es la lucha del todo contra las partes, de las partes contra el todo y de las partes entre sí. Las grietas, como expresión de las diferencias y de los campos antagónicos, no dejan de abrirse. Toda diferencia es negación. En un orden democrático debiera surgir para el diálogo y para completar la carencia que hay en todo Otro, que también es diferencia. Pero el campo de la historia es el de los antagonismos. Toda diferencia surge para expresar la voluntad de poder de un grupo práctico. Surge, así, en tanto negación de todas las otras. Toda diferencia es afirmación de sí misma. Para complicarlo todo digamos que aún hay diferencias en el interior de toda diferencia. ¿O no hablamos de tendencias internas dentro de los partidos políticos? Esas tendencias son todas negaciones de las otras incluso cuando jueguen dentro de un mismo campo, de una misma afirmación. Todo partido político, aún cuando se proponga como un Todo, tiene diferencias, conflictos, antagonismos en su interioridad. Esto significa que aún las partes, que son esos partidos que se organizan como totalidad, laten al ritmo de los conflictos. Los conflictos establecen las grietas. Que son esas rendijas que se abren no bien surge un conflicto, una diferenciación. A su vez, cada diferenciación tiene su propio relato. Su propia interpretación de sí que difiere del relato de la otra diferenciación. Dentro del vértigo de la lucha política suelen amainar o des-integrarse muchos enfrentamientos que solían ser. Aquí se da una mini-totalización. Pero totalización al fin. Si A y Z, enfrentados ayer, destotalizados ayer, se unen hoy contra B, se habrán totalizado, habrán formado un campo común que tiene como objetivo colisionar contra B, ser más fuertes, incluirlo en la nueva totalización o destruirlo, de las una y mil formas que sean posibles imaginar. Sin embargo, postulemos que el arte de llegar al poder y mantenerlo es el de la totalización. Cuanto más totalizo, más poder tengo. ¿O por qué existen los monopolios?
Esa teoría que propone una grieta para una entera sociedad es una falacia ideológica. Se construye para arrojar sobre una parte la culpa de la existencia de la grieta. Sin embargo, jamás existe una grieta. Acaso sea posible –para algunos sistemas de pensamiento– postular una grieta fundante y pensar a partir de ella. Si leemos el Manifiesto Comunista veremos que Marx establece la grieta fundante entre burgueses y proletarios. Pero reducir el marxismo a esa simpleza totalitaria sería insultar, ante todo, a Marx y darle la razón a Stalin. La historia es mucho más rica y apasionante que eso.
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