Viernes, 3 de julio de 2015 | Hoy
Por Juan Forn
En el fondo de Polonia (“es decir en ninguna parte”, como escribió Alfred Jarry en el comienzo de Ubú Rey), más precisamente en la perdida localidad de Drohobycz, había un anónimo maestro de dibujo de una escuela del pueblo que, a principios de 1930, entabló correspondencia con una dama de las letras de Varsovia, interesada en sus extraordinarios dibujos. Cada carta incluía una posdata donde el maestro le contaba a la dama historias de aquel pueblo, especialmente de los miembros de su familia. Las cartas eran cada vez más cortas y las posdatas cada vez más largas, porque la dama reclamaba más y más detalles de esos delirantes relatos familiares, hasta que en cierto momento le anunció a su corresponsal: “Ha escrito usted un libro de cuentos en estas cartas; ahora hay que publicarlo”. Cosa que efectivamente hizo, con un éxito insospechado. El inefable Ignacy Witkiewicz lo leyó y anunció a los cuatro vientos que el futuro de la literatura polaca dependía exclusivamente de tres escritores, y que esos “tres mosqueteros contra la solemnidad” eran Witold Gombrowicz, él y ese maestro de dibujo de Drohobycz que se llamaba Bruno Schulz.
Varsovia clamaba por él, sus relatos se leían por la radio, pero Schulz no quería salir de Drohobycz, prefería mantener por correspondencia su relación con el mundo. En el pueblo sabían de su éxito en la capital pero, como él no cambiaba, ellos no cambiaban su trato hacia él. Sabían que vivía con sus hermanos y unas tías, que los mantenía malamente con su sueldo de maestro, que andaba siempre de sobretodo y bufanda, que tenía pavor a las corrientes de aire, que padecía un indisimulable fetichismo por los pies femeninos y los maniquíes en general. Nadie leía sus cuentos, les parecían muy extraños, pero sus alumnas decían que era capaz de ponerlas en trance a veces con historias tan hipnóticas que les era imposible reconstruirlas después.
El éxito de aquel primer libro fue tal que le pidieron desde Varsovia un segundo, y el propio Witkiewicz se trasladó hasta Drohobycz para convencerlo porque Schulz decía desde allá, en su prolífica correspondencia, que no tenía otra cosa escrita y que ya no escribía más. Toda Varsovia se pasaba de mano en mano las cartas donde Bruno Schulz decía que ya no escribía, eran de una expresividad y un vuelo extraordinarios, pero él creía que no eran literatura, que lo suyo era el dibujo y el yugo de la docencia. Más por insistencia del irrefrenable Witkiewicz que por propia convicción, reunió en un segundo libro las historias que no habían entrado en el primero. El creía que no agregaban nada nuevo, que eran vacilantes donde no eran repetitivas, que eran demasiado judías para los polacos y demasiado polacas para los judíos, pero Varsovia amó aquel segundo libro de Bruno Schulz tanto como el primero. La Academia polaca le dio el Laurel de Oro, en los salones y cafés de la capital se discutía si era un visionario o un pervertido disfrazado de palurdo, y en su pueblo comenzaron a desconfiar de él porque, pese a la supuesta fama, su exigua paga en la escuela seguía siendo la misma y su rutina también.
Llegó entonces 1939, Witkiewicz se suicidó en un bosque el día en que se firmó el pacto nazi-soviético, Gombrowicz se subió famosamente al barco que lo trajo a la Argentina, Hitler invadió Polonia y Drohobycz tembló cuando comenzaron las ejecuciones y deportaciones, pero hasta fines de 1942 Schulz logró zafar de lo peor gracias a sus dotes para el dibujo. Adoptado como “judío necesario” por un oficial de la Gestapo con pretensiones llamado Landau, Schulz le decoró la casa con murales a cambio de comida, y mientras tanto fue sacando del ghetto y depositando en manos confiables un paquete con sus manuscritos (concretamente, un libro llamado El Mesías, que incluía los testimonios que fue obteniendo de personas de su pueblo sobre la operatoria de exterminio nazi). El 19 de noviembre de 1942, Landau se despertó con una muela inflamada. Otro oficial de la Gestapo tenía un “judío necesario” que era dentista. Landau lo mandó llamar. El dentista le hizo doler y Landau lo despachó de un tiro. Enterado el oficial de la Gestapo, salió a la calle en busca de Schulz, lo cosió a balazos en la esquina misma de la casa de Landau y gritó desde ahí: “Tú matas a mi judío, yo mato al tuyo”.
El cadáver fue a parar a una fosa colectiva en el cementerio judío. Durante el período soviético (después de la guerra, Drohobycz pasó a ser territorio de Ucrania, es decir de la URSS), se construyó un lote de barracas y luego de monoblocks sobre aquel cementerio, de manera que Bruno Schulz no tiene tumba. Tampoco se ha logrado rastrear hasta hoy el manuscrito de El Mesías: se hizo humo en los hornos, se suele decir. Pero su muerte alcanzó tal status de leyenda a escala planetaria, que es lo primero que conocemos de Bruno Schulz antes de leerlo. En esa escena está contenida toda la locura, la barbarie, la gratuidad y el estupor enfermo que no pudimos leer en aquellos manuscritos inconclusos y perdidos.
Schulz ya venía anunciando por carta al mundo, desde la aparición de su primer libro, que sentía que no iba a escribir más, y mientras tanto siguió dibujando, para salvar su vida, antes de la guerra y cuando los nazis llegaron a Drohobycz. Sesenta años después, un documentalista judeoalemán fanático de su obra logró identificar la casa donde vivió el oficial Landau durante la guerra. Asombrosamente, los murales pintados por Schulz seguían ahí: les bastó rascar un poco la pintura descascarada de las paredes de aquella casa que durante el período soviético fue subdividida para que entraran doce familias y en el período post-soviético languidecía como inquilinato. Israel se puso en movimiento al instante: entre gallos y medianoche cerró un trato con los ocupantes de la casa y el gobierno ucraniano, fletó a Drohobycz un equipo de restauradores del Museo del Holocausto Yad Vashem para retirar los frescos de Schulz en una operación comando. Cuando los polacos atinaron a reclamar como suya la obra de Schulz, desde Varsovia, los frescos ya estaban exhibidos al mundo en Jerusalén.
Subestimado y sospechado durante años por los ucranianos por escribir en polaco, y por los polacos por ser judío, y por los judíos por no escribir en idish, ahora todos querían una parte de Bruno Schulz, tal como se decía de Drohobycz en los viejos tiempos que era 50 por ciento polaca, 50 por ciento ucraniana y 50 por ciento judía. En esos frescos que pintó para el oficial de la Gestapo, Schulz hace escenas de cuentos de hadas a su manera habitual: todas las caras de los personajes son habitantes de Drohobycz. Hasta los nazis y sus mujeres aparecen retratados y debidamente camuflados como faunos, brujas, doncellas, cocheros, conejos barbados o maniquíes, en esas escenas que oscilan entre lo visionario, lo pervertido y lo palurdo de provincia, igualitas en espíritu a esos cuentos que Bruno Schulz escribió adentro de cartas, en forma de largas posdatas, a una dama de letras de Varsovia, en los ratos libres que le dejaban sus clases de dibujo (y su pavor a las corrientes de aire y su fetichismo por los pies femeninos) en una escuela de señoritas en Drohobycz, es decir en ninguna parte.
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