Viernes, 3 de julio de 2015 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Agustín Lewit *
El escenario político ecuatoriano de las últimas semanas, signado por los apoyos y las resistencias que suscitaron dos leyes promovidas por el Ejecutivo de dicho país –la ley de Herencia y la ley de Plusvalía–, asoma como un terreno fértil para pensar que el núcleo económico duro de nuestros entramados sociales –por naturaleza, generadores de desigualdades– todavía no ha sido perforado ni menos aún desactivado.
En principio, porque ambas leyes proponen problematizar dos aspectos claves del orden capitalista en general: la herencia, mecanismo impulsor por antonomasia de la acumulación y la concentración intergeneracional, y la plusvalía, que, aun cuando el proyecto no se ciña de manera estricta a la célebre acepción que el marxismo le dio al término, apunta a su misma naturaleza, vale decir, regular una ganancia extraordinaria, en este caso puntual, en el ámbito inmobiliario.
Incluso sin ahondar en detalles, no es difícil divisar la potencia redistributiva de los dos proyectos en cuestión: aplicar impuestos allí donde la riqueza –siempre generada socialmente– se concentra, para luego desparramarla entre los amplios sectores que hasta entonces la veían circular de lejos. Además de reponer un principio de ordenamiento social igualitario y democratizador, las iniciativas del gobierno ecuatoriano refuerzan una de las claves centrales de aquello que, de una forma quizás un tanto general, se nombra como “la nueva época regional”: es el Estado –más que cualquier otro actor– quien tiene la capacidad para generar marcos de igualdad más amplios. Es en el Estado –y no en otro lugar– donde se deben sentar las condiciones para una democracia sustancial.
La “osadía desmedida” que suponen tanto la ley de Herencia como la de Plusvalía –de inconfundible signo plebeyo ambas y, por eso mismo, imperdonables para los sectores poderosos acostumbrados a moverse a sus anchas– significa un salto cualitativo respecto a lo avanzado estos años. En efecto, Correa parece haber entendido, interpelado además por un contexto económico internacional complicado, que no basta con generar trabajo que incluya, a su vez, por la vía del consumo; que no alcanza con nacionalizar gran parte de la explotación de los recursos naturales y socializar los fondos allí obtenidos; que no son suficientes los numerosos programas de transferencia económica que han restituido derechos fundamentales a millones de sudamericanos desatendidos. En consecuencia, si el horizonte efectivamente se sitúa en la construcción de sociedades realmente igualitarias, pues indefectiblemente, más temprano o más tarde, habrá que hacer estallar los viciosos circuitos mediante los cuales la riqueza siempre se acapara en unas pocas manos. No hay muchas vueltas: los ficcionales escenarios de “todos ganan” en algún momento comienzan a mostrar la costura.
Está claro que asumir la quijotesca tarea de democratizar la distribución de la riqueza en absoluto es una tarea sencilla. Supone, ni más ni menos, que subvertir órdenes solidificados por décadas –sino siglos– y resistir las furibundas embestidas de quienes hasta ahora han tenido la manija. Esos sectores cuentan, entre otras cosas, con la mayoría de los medios de comunicación –hasta ahora, la principal herramienta para construir hegemonía– y una clase media temerosa y propensa a abrazar causas ajenas, incluso cuando las mismas resultan a todas luces dañinas de sus propios intereses. Coadyuva al espinoso escenario una izquierda obtusa e infantil y con serias dificultades para leer la coyuntura con la finesa y seriedad que amerita.
Pero no por difícil el desafío desaparece. El gobierno de Correa ha dado un paso fundamental para iniciar un debate por demás postergado en la región. Los últimos años restituyeron la confianza y la certeza de que es posible mejorar la vida de las mayorías sociales. El quantum de eso encierra una disputa política fundamental que, ojalá, empiece a emerger con toda la fuerza que requiere.
* Investigador del C.C. de la Cooperación. Nodal.
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