Miércoles, 22 de julio de 2015 | Hoy
Por Mario Goloboff *
A despecho de quienes inventaron la inventada grieta, nuestra sociedad, bien homogénea, diferente de tantas otras, abunda en confluencias. De toda clase, de todo tipo: originarias, inmigratorias, religiosas, lingüísticas, genéricas, económicas, sociales, culturales. Y es sobre las ideológicas y las políticas que me parece interesante razonar. Por primera vez en la historia argentina, se alcanza a percibir una novedosa confluencia, no sólo de ideas y de territorios (conceptuales, claro está, pero asimismo geográficos e identitarios), sino también, en la ocasión, y ésta parece su originalidad, de generaciones, de épocas, de edades, etaria, nos gusta decir latinamente ahora, es decir, de viejos y de jóvenes, tal como jamás se había visto en el país.
Es obvio, natural, necesario, casi obligatorio, referirse al espacio político que los reúne a casi todos, bajo las banderas o el mote de oficialismo, pero (porque) ¿qué otro espacio creó, dio nacimiento o alentó a esta cantidad y calidad de figuras nuevas? ¿Qué otro partido, formación, sujeto político, cultural, puede jactarse de tener alrededor un número tan considerable de voces frescas y de nuevos movimientos que, hacia principios de siglo o pocos años antes, no existían o no tenían la menor resonancia pública? En fin, nombres propios que, contradiciendo lo que algunos lingüistas dicen de éstos, han ido adquiriendo una significación mayúscula (así como los de los movimientos que integran) durante los últimos años.
Cada vez que aparece un fenómeno singular, se trata de entenderlo con las herramientas que se tienen, las cuales pertenecen, por definición, al pasado. Pero el pasado pasa, inclusive con sus herramientas, a las que arrastra el olvido. Y es probable que haya que interpretar los fenómenos nuevos con herramientas nuevas. O inéditas, u originales, o improvisadas al efecto. Ello conduce a que, descontando la tendenciosidad (descontando la malevolencia), muchos opositores hayan juzgado anómala esta presencia multitudinaria y también selectiva de tantos jóvenes, o económicamente interesada o infantilmente seducida. Y sin embargo esos nombres individuales, de muchachas y muchachos, por lo general menores de 40 años, integran o forman, además, el significado de otros nombres propios, que son los de los movimientos que han surgido y de los cuales ellos provienen, y la aparición y presencia de esos movimientos también constituyen un fenómeno original, tal vez mayor que el de los individuales, puesto que revalorizan el pensar y el sentir, el obrar, el actuar colectivos: Batallón militante, La Cámpora, Corriente Nacional Martín Fierro, Envar El Kadri, Federación de Tierra, Vivienda y Hábitat, Los Irrompibles, La Kirchner, Kolina, Miles, Movimiento Evita, Movimiento San Martín, Nuevo Encuentro, la Tupac Amaru... En el semivacío semántico que, como decía, para algún lingüista, dejan los nombres propios, algo debe de representar en nuestro pueblo la constelación de signos que son todos estos nombres, surgidos la mayoría de ellos en las inmediaciones del siglo XXI y que, sospecho, van a quedarse un tiempo más bien largo...
Una de sus grandes originalidades radica en el hecho de que casi siempre, en la historia conocida, este tipo de movimientos juveniles aparece como reivindicatorio contra los mayores, representa la juventud de los partidos que enfrenta a sus dirigentes y en última instancia se propone desplazarlos, trae la sangre nueva de las ideas y de las acciones al anquilosado y geróntico aparato. Mientras que el fenómeno sobre el que aquí reflexionamos es bastante distinto, quizás porque ha sido impulsado inicial y sabiamente por esos mayores, quizás porque los propios jóvenes reivindican aquel pasado y la continuidad de aquel pasado en sus símbolos, emblemas y hasta nombres, tal vez porque fueron aquellos mayores los que iniciaron la lucha contra todo lo viejo que imperaba en nuestro suelo.
Aunque insuficiente como explicación, puede suponerse que buena parte de los mayores ha comprendido a lo largo de estos años que los jóvenes no eran sus enemigos sino sus continuadores o sus herederos; puede también pensarse que aceptan este trasvase generacional porque coinciden en las ideas o porque no tienen más remedio que hacerlo o porque los jóvenes son, ahora y aquí, menos rebeldes o el desarrollo tecnológico los ha llevado a conocer mejor la realidad y eso se impone, si bien esto último es lo que viene afirmándose sobre la marcha de los adelantos científicos y técnicos de todo tipo en cualquier sociedad occidental al menos desde Tomaso Campanella, el magnífico utopista condenado por la Santa Inquisición, quien, al final de La ciudad del sol (1602), aludiendo sin nombrarla a la invención de la imprenta, ponía en boca del viajero: “¡Oh, si supieras lo que cuentan sobre este siglo nuestro, basándose en la astrología y en los profetas, tanto los nuestros como los hebreos y de otras naciones! Que hay más historia en cien años que la que el mundo tuvo en cuatro mil, y que más libros se han hecho en esta centuria que en los cinco milenios anteriores”.
Es lo que permite considerar, en el umbral del siglo XXI (transcurridas las cinco centurias posteriores), a un enorme filósofo del derecho y de la política llamado Norberto Bobbio, senador vitalicio de la República italiana, en su libro De senectute e altri scritti autobiografici (1996), de una manera algo “antiproustiana”, que el tiempo de los viejos, el de la memoria, “avanza al contrario que el real” y sostener que “en las sociedades evolucionadas, el cambio cada vez más rápido, tanto de las costumbres como de las artes, ha trastrocado la relación entre quien sabe y quien no sabe. El viejo se convierte crecientemente en quien no sabe con respecto a los jóvenes que saben, y saben, entre otras cosas, porque tienen más facilidades para el aprendizaje”.
¿Por qué no adaptarse a esta enseñanza? ¿Por qué no aceptar que estos jóvenes no son tan “jóvenes”, es decir, tan inexpertos, tan poco formados, tan primerizos, tan subestimables? ¿Por qué incurrir en el mismo error que han cometido otras generaciones de “mayores”, la de ser ciegos a los trabajos, a los antecedentes, inclusive a los brillos y títulos y méritos? (Mientras, simultáneamente, defienden la opinión y el dudoso voto de gente que evidentemente no muestra estar ya lúcida, como los del buen ex profesor de Derecho Político, tan la contracara de don Norberto Bobbio, miembro todavía de un alto tribunal...)
Después de todo, nuestro Roberto Arlt (“un genio rioplatense”, para Juan Carlos Onetti) vivió apenas 42 años. Y Javier Heraud, quien se decía “el Rimbaud de la poesía peruana”, lo fue, en efecto, y así quedó en la historia y en la literatura, asesinado en el Río Madre de Dios por balas de las que se utilizan para matar fieras, a la edad de 21. Y puesto que hablamos de Perú (acaso sea, entonces, un aura especial de los latinoamericanos) puede evocarse el caso de José Carlos Mariátegui, tal vez el pensador más impresionante del siglo XX en el continente, muerto, después de una larga enfermedad y sufrimiento, a la edad de 36 años, más maduro, sin duda, que muchos señores tan vigilantes, tan adustos.
* Escritor, docente universitario.
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