CONTRATAPA
Mi amigo Heniek, el hombre más discutido en Canadá
Por Jack Fucks
Hace unos cuarenta años que pronunciar el nombre del doctor Henry Morgentaler en Canadá produce un efecto tumultuoso. Pienso en el panteón argentino y no encuentro equivalentes precisos. ¿Quién es Henry Morgentaler? Hacia mediados de los ‘60, Morgentaler inició en Montreal una resonante campaña en favor del derecho de las mujeres al aborto. Médico, recibido en Bélgica, tuvo de inmediato el apoyo de los grupos feministas de entonces. A partir de 1969 abandonó su especialidad en psiquiatría y, abiertamente, en una clínica de su propiedad, se dedicó a la práctica ilegal del aborto. En 1973 anunció públicamente que había hecho más de cinco mil abortos y permitió que un programa de la televisión de Quebec filmara una de sus intervenciones. La intención de Morgentaler fue la de autodenunciarse y concurrir ante un tribunal, confiando en el sentido común y en el espíritu abierto de los canadienses. A pesar de que un jurado de 11 hombres y sólo una mujer lo absolvió, el juez terminó condenándolo y fue a prisión durante diez meses. Como Morgentaler se caracterizó siempre por ser un espíritu inquieto, se dedicó a hipnotizar a otros presos y armó una biblioteca, quizá los guardianes y reclusos hayan hecho una fiesta cuando salió: un alivio para él, pero también para la población del penal. Finalmente, hace ya 15 años, la Corte canadiense legalizó el aborto. La actividad de Morgentaler, su publicidad a favor de un humanismo secular que comprendiera la necesidad de dar marco legal a la decisión y el deseo de procrear, fue fundamental en Canadá. En estos días, Morgentaler volvió a ocupar la primerísima plana de la prensa canadiense en ocasión de haber sido propuesto para recibir el máximo reconocimiento que otorga Canadá a las personalidades públicas, la Orden de Honor. El doctor Morgentaler, que dirigió una célebre carta a Juan Pablo II en la que expone sus puntos de vista acerca del aborto, está otra vez en el centro de la discusión y el debate: ahora propone abrir una clínica en el Artico, para evitar que las mujeres tengan que desplazarse cuando deciden interrumpir sus embarazos.
Pero la historia que quiero contar es otra, más personal. Más directamente ligada a mi vida. No quiero pronunciarme acerca de la delicada cuestión del aborto, quiero recordar a mi amigo, a mi compañero de Auschwitz y Dachau. Conozco a Henry Morgentaler desde mi adolescencia. Los dos vivimos la experiencia del gueto en Lodz. El es algo mayor que yo, quizás uno o dos años, los dos viajamos en el mismo transporte a Auschwitz, tenemos números casi correlativos, ninguno de los dos lleva el número grabado en el brazo. En esos días, por alguna razón, no nos marcaban. Su padre era un conocido activista socialista del Bund, fue una de las primeras víctimas de la ocupación de Lodz. Con Henry y con su hermano, Mumek, compartimos aventuras de militancia durante los años del gueto. En agosto de 1944 nos deportaron juntos, con nuestras familias. Y juntos también, él, Mumek y yo, fuimos a parar al campo de trabajo de Dachau. Un mes antes de la liberación, el campo donde estábamos fue declarado en cuarentena. Casi todos estábamos en estado de desnutrición, enfermos. Me queda un ligero pero intenso recuerdo del hambre o, mejor, no del hambre sino de la extraña lucidez, de la claridad y el abandono que me envolvían en el hambre. Los hermanos Morgentaler estaban un poco mejor que yo. En algún momento me crucé con él, con Henry; nosotros lo llamábamos Heniek. No sé por qué recuerdo con mucha precisión el diálogo que tuvimos: “Heniek, siento que me muero”, le dije, y él me respondió: “Iankele, aguantá, tenés que aguantar, quizás está por terminar la pesadilla”. Los días previos a la liberación fueron días de mucho desconcierto. En medio del desorden, Mumiek se las ingeniaba para conseguir pan y repartirlo. Me acuerdo bien: Mumiek me trajo un pancito. Cuando en ese estado se come algo, se produce un repentino resplandor, no es alivio, es un aliento indescifrable.
Mumiek murió hace unos años y sus cenizas, por pedido suyo, fueron esparcidas en el campo de Auschwitz donde murió toda su familia. Leo sobre Henry en la prensa internacional, acaba de publicarse una biografía suya, Henry, que jamás posó de sobreviviente, que no quiso jurar sobre la Biblia durante el juicio, que se enfrentó a los poderes públicos, que recibió el apoyo y la crítica feroz de las feministas, Henry que a sus ochenta años todavía sigue dando pasto a su fama de hombre galante, de conquistador y bon vivant, que debió sentir un enorme estremecimiento frente a la justicia y la opinión pública canadiense, o en la soledad de la cárcel, cuando años antes la política nazi lo había condenado a él y al pueblo judío a morir sin ninguna defensa, es para mí, aún, ese muchacho que me empujó a vivir. El renombre de Heniek despierta en mí las huellas del pasado. Es el misterio de los encuentros y desencuentros, el misterio de los destinos y de los pequeños dramas biográficos. Me pregunto, no puedo dejar de preguntarme, cuáles son las razones por las que un hombre que pasó por Auschwitz pudo dedicar sus años a una causa tan controvertida, cómo pudo él mismo desarrollar una práctica que, más allá de todas las razonables consideraciones que puedan hacerse, supone una intervención sobre la vida. Yo, ya en Argentina, me dediqué muchísimo tiempo a trabajar con niños, en las escuelas. Creí que era un deber o una obligación histórica hablarles de mi Lodz, del mundo judío que desapareció con la guerra, hacer memoria del espanto. Una tarea también muy delicada. Encontrar la manera de hablar de Auschwitz sin despertar odio, hablar del horror sin horrorizar. No me arrepiento, para nada. Tengo la esperanza de haber sido alguna vez escuchado, y me basta con eso. Pero a la vez, ahora, me invade un sentimiento de vacilación, un inevitable escepticismo acerca de la eficacia de toda pedagogía.
La última vez que vi a Heniek fue en Montreal, en 1976. Yo había viajado con mi hija, Marianne, y él estaba con sus hijos. Hablamos, me contó detalles de su vida. Seguramente hice lo mismo. Pude reconocer la enorme satisfacción que debió sentir al enfrentar un tribunal, al ser acusado, condenado y absuelto, vi en él el brillo del triunfo. Haber tomado riesgos, haberse autoacusado, haberse defendido, no hacía mucho que había salido de la cárcel y estaba seguro de que finalmente, en Canadá, iba a terminar por aprobarse, como ocurrió, una ley que contemplara la legitimidad del aborto. Para Heniek, el mejor modo de evitar los campos de concentración es permitir que los hijos vengan al mundo cuando son verdaderamente deseados, cuando no están rodeados de tabúes oscuros e irracionales, cuando son hijos de la decisión y el amor. Yo quizá creí en el poder de la memoria y la educación. Probablemente los dos estemos en lo cierto. Probablemente los dos hayamos incurrido otra vez en los viejos ideales del humanismo. Y probablemente los dos sepamos, a nuestro modo, que las cosas no tienen solución. Que la historia es indiferente a la voluntad de hacer las cosas bien.