ESPECTáCULOS › “EL ARCA RUSA”, UN NOTABLE EJERCICIO DE ESTILO DE ALEXANDER SOKUROV
Las últimas escenas del palacio zarista
La película está filmada en una única toma de 90 minutos, pero su verdadera virtud descansa en el retrato de 300 años de historia rusa. A su vez, en “Trouble Every Day” la directora francesa Claire Denis invierte los términos del clásico film de terror.
Por Luciano Monteagudo
Desde su estreno en el Festival de Cannes del año pasado, mucho se ha hablado de la increíble proeza técnica de El arca rusa, del enorme desafío que significó para el director Alexander Sokurov realizar todo su film en una única toma de 90 minutos ininterrumpidos, sin cortes; del millar de actores que requirió en escena para reconstruir la vida histórica y social dentro de ese corazón espiritual de Rusia que fue el legendario Palacio de Invierno de los zares y hoy es el Museo Hermitage, de San Petersburgo; del excepcional logro del iluminador y cameraman alemán Tilman Büttner, que no sólo fue capaz de operar esa cámara desencadenada con una fluidez impensable, sino que consiguió el primer film en video digital con una calidad y una profundidad de imagen equivalentes a la de la película fotográfica en 35mm.
Es mucho más difícil, en cambio, intentar hablar de aquello que está más allá de esos records y esos virtuosismos en un film que, paradójicamente, no hace de ninguna de estas conquistas un fin en sí mismo. Por el contrario, se diría que Sokurov tiene más claro que nadie que las nuevas posibilidades que está en condiciones de aportar al cine el video de alta definición son esencialmente, más que nunca, herramientas, como tantas otras que el medio ha venido incorporando a lo largo de sus cien años de vida. Ya en Madre e hijo (1996), su único largometraje previo estrenado comercialmente en la Argentina, Sokurov había demostrado lo que era capaz de hacer apenas con esos dos únicos personajes arquetípicos y unos lentes anamórficos, con los que convertía a la pantalla cinematográfica en un lienzo a la manera de la pintura romántica del siglo XVIII. A su vez, en sus documentales, que él prefiere llamar “elegías” (muchos de los cuales están editados en Argentina por el sello Cine-Ojo), el despojamiento de Sokurov puede llegar a ser absoluto, como es el caso de Una vida humilde (1997), donde el director se interna en la casa de una solitaria anciana japonesa y hace un film minúsculo, como un haiku.
En El arca rusa, en cambio, Sokurov entiende que el espacio mismo del Hermitage –su ostentación, su barroquismo, su lujo– le exige el tratamiento radicalmente opuesto, y hace un film de una ambición a la altura de esa opulencia. El Hermitage resguarda entre sus paredes la historia rusa de los últimos 300 años –es el “arca” de la que habla el título del film, el cofre que atesora esas joyas–, y esa conciencia histórica que aún vibra en sus salones y jardines (a los que la película les da nueva vida) es la que parece pedirle al cineasta un film de un único aliento, capaz de dar cuenta con un solo impulso ese sueño eterno que es el río de la Historia.
El cineasta mismo es el primer sorprendido de encontrarse dentro de ese sueño. “¿Hubo un accidente? ¿Es posible, prepararon todo esto para mí? ¿Qué estoy haciendo aquí?”, se pregunta en un susurro la voz del propio Sokurov, mientras la cámara ingresa al Hermitage en medio de la algarabía de un grupo de jóvenes oficiales y de bellas muchachas que llegan para un baile. “Por la ropa, parece el siglo XIX”, infiere el balbuceo del director, cuyos ojos (que son también los del espectador) se irán internando en la infinita corriente de personajes que pueblan esa escenografía deslumbrante. Sí, es el siglo XIX, pero también el XVIII y el XX: todos conviven en ese monumental viaje por el tiempo y el espacio en el que se va convirtiendo el film.
Un diplomático francés (Serguei Dreiden), ataviado con vagas ropas de época y también extrañado él mismo de compartir ese sueño y de hablar un perfecto ruso, va acompañando a la cámara en los distintos salones y momentos del film, y conversando irónicamente con Sokurov sobre el carácter del alma rusa y particularmente de San Petersburgo, una quimera europea con alma eslava. Conviene advertirlo: no hay aquí un relato aristotélico, lineal, sino en todo caso una suerte de collage histórico, donde Pedro El Grande, Catalina II o la última estirpe de los Romanov (con el sordo ruido de fondo de los primeros bombardeos revolucionarios) se cruzan con oficiales anónimos, emisarios extranjeros, damas de sociedad o simples visitantes del museo, que desde la contemporaneidad se asoman al misterio que hoy guarda ese laberinto de oropeles que es el Hermitage. Film-museo, El arca rusa es también un film-río, todo un estuario se diría, pleno de afluentes y de grandes y pequeñas digresiones, que culminan en ese suntuoso baile de gala final, que recuerda un poco al de El Gatopardo, de Luchino Visconti. El espíritu de este baile es también un poco el mismo de aquel: un despreocupado –y no por ello menos dramático– réquiem por una época y una clase social que ya estaba condenada mucho antes de los primeros fragores revolucionarios del siglo XX.