CONTRATAPA
Una bandera para el siglo XXI
Por José Pablo Feinmann
Un viejo fantasma recorre otra vez (saludablemente) América latina: el de la identidad nacional. Hemos advertido que la ponderada globalización que impulsa el Norte implica, para nosotros, una globalización en exterioridad. Nos globalizamos, pero bajo la imagen, los valores, la ideología, la economía y la agobiante y omnipresente cultura del Otro. Los teóricos de la globalización proponían que no había Otro. Pero lo hay. Esta globalización (la globalización capitalista terciaria, informática y desterritorializada aunque territorializada en Wall Street y el Pentágono, no es cuestión de engañarnos) suponía que la globalización era la unidad final y armónica de los Otros, de todos los Otros que, armonizándose, finalizaban por constituir el sistema de lo Uno: el perfecto sistema de la globalización capitalista. Esto –quién no lo sabe, lo sabemos todos y el que no lo sabe lo oculta o no quiere saberlo– significó en los hechos (y entre esos hechos el más reciente y decisivo es la invasión a Irak) el poderío hegemónico de Estados Unidos como gran potencia bélica, financiera y comunicacional. No se globaliza el Todo. Se globaliza lo uno (un Uno muy concreto: el proyecto bélico–comunicacional norteamericano) que constituye a todos los demás en tanto partes de ese Uno. De este modo, caen los Estados Nacionales, las identidades nacionales, los aranceles proteccionistas y –con ellos– cualquier posibilidad de un desarrollo industrial autónomo, de una producción y un mercado de trabajo y consumo autónomos y desaparecen también (o, al menos, así debiera serlo) las banderas nacionales. Porque –y éste es el momento– hay que hacer una pregunta: ¿Cuál es la bandera de la globalización? Que nadie se haga el distraído. Todos los sabemos. Algo fastidiado, Huntington critica un concepto del mundo islámico que habla de la occidentoxicación. Bien, así estamos todos: occidentoxicados. O, si se quiere, macdonalizados. Lo cual es muy coherente con el estilo de esta globalización tercer milenio. Hubo antes globalizaciones. Desde 1492 que las hay, ya que, en rigor, el capitalismo es un sistema globalizador. Pero, en este tercer milenio, la globalización está hegemonizada por la gran revolución capitalista que la dinamiza, que la encarna: la revolución comunicacional. Al constituir ésta una poderosa generadora de imágenes, conceptos, identidades y –de un modo aplastante– subjetividades, el resultado de esta globalización capitalista es el borramiento, el arrasamiento sin más de las identidades nacionales. Las que pasan a ser folclóricas, arqueológicas, restos del pasado, rescoldos de otra historia.
Esto hay que evitarlo. Muerto el “arrorró” de la globalización ha vuelto a estar sobre la mesa de debates el tema de la identidad nacional. Porque es muy simple: o estamos con este Todo o no estamos con él, ya que es así como el Todo se presenta: “Con nosotros o contra nosotros”, dice el Presidente Totalizador del Imperio de la Totalización, que, ésta sí, no lo dudemos, es totalitaria. Nosotros, entonces, queremos conservar algunos aspectos de nuestra identidad para conservar sencillamente nuestro país y no dejar que el todo se lo devore, tal como estuvo a punto de ocurrirhasta, pongamos, diciembre del 2001 y hasta un poco más allá y tal como está por ocurrir siempre, pues ese peligro es el peligro y lejos, muy lejos está de desaparecer.
Retomemos entonces la identidad nacional. Requiere ante todo un espacio, una territorialidad. Unas fronteras que dibujen el territorio de su Parte, de su rostro, de, claro, su identidad. Esa frontera requiere una gobernabilidad, tema que nos lleva al del Estado–Nación o, si se quiere, al Estado nacional, que debe ser recreado, sostenido por la ciudadanía que deberá constituirse en poder constituyente y –si es necesario– expresar su potencia para defender al poder constituido nacional si es agredido por los poderes (económicos, casi siempre) de la globalización totalizadora. Y esta territorialidad nacional deberá tener ciertos símbolos que le otorguen cierta identidad. El más habitual de estos símbolos es la llamada bandera nacional. He llegado al tema que quería tratar.
En este nuevo universo globalizado-informático, que borra las identidades nacionales en nombre de lo Uno, pareciera absurdo que existan banderas: ¡hay tantas ya! McDonald’s, Disney, Hollywood o la inefable de las barras y las estrellas bien podrían ocupar ese lugar. Pero hay un problema. Uno, en principio. Como nosotros no queremos globalizarnos, es decir, someternos a la unicidad bélico-comunicacional del Imperio, deberemos tener un pedazo generoso de tela que tenga algunos colores y del que podamos decir que es nuestra “bandera”. Hemos tenido una y todavía la tenemos. Bien, para ser claro: a mí no me gusta. Esa bandera expresó, en el siglo XIX, los intereses de lo que Juan Bautista Alberdi llamaba la provincia-metrópoli: Buenos Aires. El Interior federal, arrasado por el colonialismo interno de Buenos Aires, no se expresó por medio de la azul y blanca. Con esa bandera se arrasó el Paraguay. Se hizo la Campaña del Desierto. Se reprimió a los inmigrantes. Se masacró la Patagonia. El coronel Varela festeja, con sus amigos británicos, el triunfo sobre los pobres obreros patagónicos entre banderas azules y blancas y banderas inglesas, que se llevaban bien. Con esa bandera asume Uriburu. Perón cambia un poco los símbolos, pero los conserva. La “libertadora” agobia con la azul y blanca como encarnación de la libertad y la democracia “recuperadas”. Onganía reprime con esa bandera el Cordobazo. Con esa bandera asume Videla y aquí llegamos al desborde, al horror, al azul y blanco teñido de sangre. La bandera se transforma en la bandera del Mundial. La única bandera. La bandera de la Argentina y de su gloriosa selección. “Fiesta, qué fantástica, fantástica esta fiesta.” La fiesta de todos es azul y blanca. Una sola bandera y una sola bandera es el Terror, el miedo, la negación de lo diferente. Y luego, Malvinas. Y otra vez la bandera. Y se nos recuerda que “nunca fue atada al carro de ningún vencedor de la tierra”. Bueno, tampoco se había enfrentado con muchos: salvo, sí, con españoles y paraguayos famélicos en los esteros colorados donde se amontonaban los cadáveres. El día que enfrentó a sus viejos patrones, a sus socios en la masacre patagónica, se la llevaron. Ellos, los ingleses, atada a su carro de vencedores.
¿Qué proponer entonces? Otra bandera. Vamos de a poco. Estamos en busca de los símbolos nacionales que signifiquen algo para nosotros hoy. Porque HOY es que hay que librar la ardua lucha (hegemónicamente cultural) de la identidad de este territorio que habitamos. Si alguien quiere conservar la azul y blanca y si –más aún– la quiere conservar con ese sol en el centro, ese sol enceguecedor que identifica a la bandera como bandera de guerra, que la conserve. Pero para los actos militares o, a lo sumo, para algunos protocolos oficiales. Aquí, desde estas líneas, tenemos una propuesta que debiera ser casi inapelable. El único símbolo nacional glorioso, universalmente aceptado, honrado e incorporado por otros países como símbolo de la más pura de las luchas, la de lucha por los derechos humanos es el pañuelo de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo. Paraeste siglo XXI, para esta lucha de hoy contra la globalización del Uno Imperial, necesitamos otra bandera. Que sea azul y que sea blanca, como la anterior. De acuerdo. Pero le sacamos ese sol de la guerra y ahí, en ese lugar, reemplazándolo, ponemos el pañuelo blanco de las Madres y la Abuelas, el pañuelo de la paz, el de la vida, el de nuestro más genuino, verdadero orgullo.