Jueves, 24 de diciembre de 2015 | Hoy
CONTRATAPA › UN CUENTO DE NAVIDAD
Por Mempo Giardinelli
A inicios de los años 40, y en plena guerra europea, un pariente se comunica con Generoso Zamudio pocos días antes de Navidad y le informa que a la abuela acaban de administrarle la extremaunción porque se puede morir en cualquier momento. “Pensamos que tenías que saberlo”, concluye el emisario.
En el acto, Generoso decide bajar a la Capital, como se dice por entonces según el léxico de los navegantes del Paraná: las aguas se suben si se viaja de Buenos Aires a Asunción; se bajan si se navega en sentido contrario, de Norte a Sur. Por entonces no hay caminos pavimentados ni trenes diarios. Solamente uno por semana y justo partió ayer, piensa Generoso, y encima el Belgrano es un ferrocarril de trocha angosta en el Chaco, hay que hacer trasbordo en Santa Fe y con estas lluvias llegaría a despedir a la abuela quién sabe cuándo.
Afuera llueve como si el mundo fuera a diluirse para siempre. Generoso mira por la ventana y se pregunta si es capaz de lanzarse y se dice que sí, por la abuela sí, aunque sabe que viajar de Resistencia a Buenos Aires en esas condiciones es más locura que desafío. Pero se me está muriendo la abuela, se dice, y entonces toma la decisión de llegar como sea hasta su lecho para despedirla, tanto la ha querido. De modo que se larga nomás en el Chevrolet a pesar de la lluvia y la tormenta que anegan los caminos, con el tanque de nafta lleno, un bidón de veinte litros, gomas pantaneras, cadenas de pulgada y media, y pico y pala en el baúl.
En aquellos años cualquiera sabe, como sabe Generoso, que ese viaje puede durar dos o tres días sobre todo si la lluvia para y el barro se perfecciona. Pero si hay algo ausente en esos días es el sol, que ha cedido ante las macizas nubes desde hace una semana y la lluvia es incesante y tozuda como los mosquitos, las hormigas y todo el bicherío de la región.
Demora casi dos días en llegar al pavimento, entre Vera y Calchaquí. En adelante y hasta Buenos Aires son unos setecientos kilómetros que, cansancio mediante, hace en casi exactas ocho horas durante el tercer día. Alguna peripecia menor lo demora en los ingresos pero logra llegar a Ramos Mejía, a la vieja casona familiar donde pasó su infancia, a pocas cuadras de la estación. Detiene el motor justo antes de la Nochebuena, como a las once y sorprendido porque no ve luces ni lo ladra Batuque, el ovejero de la abuela al que él mismo crió de cachorrito.
Es evidente que no hay nadie en la casa y es todo muy raro, pero decide entrar con su propia llave; ya verá, adentro, si hay alguna nota para él. Pero en cuanto abre el portoncito de la verja que rodea la casa, y bajo el delicado aroma del viejo y querido naranjo, siente un ladrido ronco y abaritonado, que desconoce y le hiela la sangre. No alcanza a cerrar el portón sin que la boca llena de dientes del ovejero se le clave en una pierna. Forcejea desesperadamente con el animal, insultándolo en medio de órdenes inútiles hasta que logra zafar y cerrar la portezuela. El perrazo ladra, frenético, y Generoso alza un palo del suelo, una rama caída de la tipa de la vereda, y se lo arroja sintiéndose injustamente maltratado por él y por la vida, y además furioso por el dolor y la rápida hinchazón producida por el mordisco abajo de la rodilla y perro de mierda, piensa, cómo es posible si yo mismo lo crié.
Están por dar las doce, y Generoso, extenuado de tanto manejar, confundido y alterado por el ataque del jodido Batuque, de todos modos se mantiene alerta y respira agitado. Entonces mira el Chevrolet estacionado a pocos metros como quien mira a un potro de raza. Va y se recuesta contra la puerta, enseguida se derrumba en el estribo y se queda sentado, observando la casa familiar en sombras y al perro que va y viene, agitado, como enloquecido, y es entonces cuando se da cuenta de que ese horrible remedo de Batuque sólo significa una cosa: que cambiaron de perro pero nadie le avisó.
Y también, se dice, que capaz que ahora se han ido todos a velar a la abuela, o acaso están en casa de amigos celebrando la Navidad porque la abuela, como buena gallega, quizá se ha sentido mejor y está brindando ahora con todos.
Generoso recibe, es un decir, la Nochebuena ahí afuera, sentado en el estribo del coche y temeroso de que alguien lo vea porque se moriría de vergüenza ante algún gesto piadoso de vecinos que pudieran reconocerlo. De pronto se suelta un breve chaparrón veraniego y él se siente desolado y con hambre y con sed, y no puede evitar un sollozo al escuchar esa cohetiza que parece inundar el cielo y lo fuerza a meditar sobre la vida y la muerte como un personaje de Shakespeare. El maldito perro cambiado aúlla al aire y Generoso siente que lo odia como odia su desamparo, mientras el mundo se desmorona en el preciso instante en que los estruendos navideños cubren el cielo de todo Ramos Mejía.
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