Miércoles, 23 de marzo de 2016 | Hoy
Por Andrea Ferrari
Cuando tenía doce años recibió el veredicto de su tía Ema.
–Elenita –le dijo–, vos no vas a seguir estudiando. No tenés cabeza.
Así, de un plumazo, se acababan sus posibilidades de ir al secundario. Elena no tenía entonces fuerzas para discutirlo. En su corta vida, ya había soportado tremendas tempestades: la muerte de su madre en su nacimiento, la de su padre diez años después por tuberculosis, el forzado abandono de casa, amigos y escuela en Alta Gracia. La tía Ema era quien la había traído a vivir con ella a Buenos Aires. Sus decisiones eran inapelables.
El caso de Ernesto, su hermano, era diferente: con o sin cabeza, él era varón e iba a seguir estudiando. Para Elenita, en cambio, la tía consideró que era mejor aprender idiomas, un poco de costura y bordado y algo de economía doméstica (para esto la mandaba a la feria con una empleada a “observar” cómo se compraba). De esa manera, creía, se formaría para el único rol que imaginaba para ella, el de esposa.
Elenita era la guionista y dramaturga Elena Antonietto. También era mi madre. Le costó mucho trabajo demostrar que tenía cabeza y muy bien puesta. Ya adulta, se tomó revancha y cursó el secundario, aunque la tía Ema no estaba ahí para verlo. Y un día se largó a escribir. Me contó que lo hizo después de leer un libro de J.D. Salinger que le provocó un deseo irrefrenable de inventar sus propias historias. Una sensación que aparecía apenas abría los ojos; un hilo que se iba desenredando poco a poco en su cabeza. El silbador, uno de sus primeros cuentos, al que transformó en guión, obtuvo en 1965 una mención en el concurso del Fondo Nacional de las Artes.
–¿De qué se trataba El silbador? –le pregunté hace poco.
–De un chico retrasado que silbaba muy bien y una gente se aprovechaba de él para su beneficio –me dijo–. Como siempre, lo mío muy alegre.
Tenía un humor negro, negrísimo, que probablemente la ayudó a enfrentar tanta tempestad. Un año después de El silbador escribió El derrumbe, que ganaría, también en el concurso del Fondo Nacional de las Artes, el segundo premio para obras unitarias de TV. En esa época había empezado a volcarse hacia el teatro y se sentía fascinada. Su primera obra –Circus Loquio, en colaboración con Tato Pavlovsky– se estrenó en 1969, con la dirección de Julio Tahier. Fue para ella el tiempo de sumergirse en la bohemia teatral. Ya entonces se había casado, separado y vuelto a casar. Pero nunca sería el modelo de esposa que había diseñado la tía Ema. Cabeza, sí; costura y bordado, poco y nada.
En ese tiempo presentó a un concurso la obra titulada Mea culpa. Un día, cuando ya habían pasado varios meses y creía que no había tenido suerte, sonó el teléfono. Una voz femenina le dijo que había ganado, que era Premio Municipal y que su obra se daría en el Teatro General San Martín.
–¿Seguro? –preguntó atónita–. ¿Yo?
Con esa misma mezcla de pudor y azoramiento recibiría en los años siguientes otros reconocimientos a su tarea, primero en teatro y luego en televisión. Pero antes tuvo que enfrentar nuevas tempestades –físicas, económicas, emocionales– que la obligaron a tomar un trabajo como secretaria de un centro médico para parar la olla, como solía decir, y sostener a sus dos hijas, que por entonces éramos adolescentes y nos habíamos quedado sin padre.
Pasó varios años calzándose el uniforme de secretaria de nueve a cinco y escribiendo en escasos ratos libres. Así surgió el libro de la película Queridas amigas, estrenada en 1980. El salto lo dio cuando, hacia el final de la dictadura, decidió empezar un taller de guión con Ricardo Halac. De su mano se metió en la televisión con Compromiso, un ciclo que haría historia tocando temas vedados durante muchos años. Poco después renunció al centro médico –una decisión que la tuvo sin dormir muchas noches– y no se arrepintió: de ahí en adelante siempre pudo vivir de la escritura.
La recuerdo en esos tiempos tecleando febrilmente en la máquina de escribir –tres copias con carbónico– guiones que a veces el cadete del canal ya estaba esperando en la puerta. Luego vendría el paso a la computadora (fue la primera que se atrevió en la familia) y aquellas reuniones maratónicas en el living de su casa con el equipo de autores con el que produjo varias tiras diarias.
De su cabeza salieron capítulos de programas como Alta Comedia, Hombres de Ley, A conciencia, Sobre madres e hijas, varias telenovelas y ciclos enteros como Hola crisis o –uno que disfrutó especialmente– De Fulanas y Menganas, que, en coautoría con Jorge Hayes e interpretado por Marta Bianchi, desarrollaría durante tres años historias de mujeres.
En los últimos años tuvo que dejar de escribir. Fue, sin embargo, una lectora cada vez más voraz, cuyo apetito de novelas había que alimentar semanalmente. Se había pasado al libro electrónico, que le permitió burlar las trampas que le tendieron sus ojos.
–Yo uso letra Extra Large –solía reírse de sus achaques.
La última tempestad la encontró frágil y no pudo hacerle frente. Se fue el 19 de marzo, pocos días después de cumplir los ochenta y cinco años, rodeada por quienes tuvimos la suerte de ser parte de su vida. Dueña de esa espléndida cabeza que la tía Ema no supo ver.
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