Jueves, 7 de abril de 2016 | Hoy
Por Guillermo Saccomanno
Hasta no hace demasiado, Martín se presentaba con una tarjeta de ejecutivo de una metalúrgica. Cuando ahora piensa en los años que pasó en la empresa lo atacan mareos y palpitaciones. Todo por apostar a la seguridad, se recrimina. Se había recibido de profesor de historia para nada. Porque al casarse con Sandra había renunciado a las aventuras del investigador y apostado a lo seguro, entrar a la metalúrgica de un conocido. Ganaría un buen sueldo. Pero eso había sido hace cuánto. En el último tiempo, a pesar de que vio venir los despidos, no creyó que entraría en una lista. Yo los voté, decía tranquilizándose. Y también después, cuando lo despidieron, consternado: Yo los voté. Ahora los chicos no sólo van a un cole del Estado. Pedrito de diecisiete y Marcia de dieciséis, están tramitando a disgusto el pase a un nocturno para trabajar de día. Pido comprensión, ni siquiera ayuda. Comprensión. Son chicos, los justifica Sandra. Los educamos así. A vos lo que te preocupa es que tus amistades se enteren que estás empleada en una tienda, le dice Martín. No soy empleada, querido. Supervisora de ventas. Y no es una tienda sino una cadena de moda. Después de cada discusión Martín se encierra a oscuras en el cuarto de servicio. Le gusta acostarse en la cama que fue de la santiagueña. Todavía huele a la santiagueña.
Pronto van a poner un cartel de inmobiliaria en el balcón que da a la calle: SE VENDE. Con suerte, tal vez pinte una buena operación y puedan mudarse a un barrio con menos pretensiones. Encerrado en el cuarto de servicio, Martín prueba unos ejercicios de yoga. Pero después de todo el día en el taxi, las articulaciones no le responden. Apenas atina a tirarse en la cama escuchando las voces del living. Es que papá está grande, les dice Sandra a los chicos. Ni él es tan grande ni los chicos son tan chicos, piensa.
En la calle, manejando un taxi. Martín le busca el lado positivo a su trabajo. Independencia horaria, plata en mano todos los días. Además siempre le gustó la ciudad, observar la gente, su comportamiento. La diversidad zoológica, la llama. Si le encuentra un lado positivo a este trabajo, se dice, es porque siempre fue un optimista: La esperanza es lo último que se pierde. Quizá debería admitir, aunque no lo demuestre, que descender a tachero le resulta humillante. A pesar del gusto que siente por la calle y la gente no puede distraerse. Debe estar atento a quienes le hacen señas y ver si son o no conocidos y evitarlos. Por tanto, procura no yirar demasiado por el centro. Y opta por zonas alejadas que otros tacheros desprecian.
Una mujer, no pudo evitarlo, lo trajo desde Agronomía hasta Recoleta. Necesita alejarse. Pisa el acelerador. Se da cuenta que está huyendo. Un semáforo en rojo. Falla en la maniobra y embiste un micro escolar. El taxi vuelca, hace trompos. El micro se estrella contra un kiosco. Hay un revuelo de nenas rubias, de pulóver verde y pollera a cuadros. El motor del taxi humea. Martín sale gateando. Le falta un zapato, pero no lo advierte. Puede pararse, caminar.
Le cuesta creer que está vivo. Se abre paso entre los curiosos que rodean el accidente. Oye una sirena. Sigue caminando, sonámbulo. Avanza por una vereda. Dobla por una avenida. Su ciudad ya no es su ciudad del mismo modo que él tampoco es ya Martín. Se detiene ante una vidriera y se ve en el reflejo. Se toca la cabeza. Su pelo está blanco. Completamente blanco.
Un tipo canoso se aparta de la vidriera y es una silueta que sigue su marcha sin parar, sin saber dónde ir, hasta que la ciudad se lo traga.
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