CONTRATAPA
El Sarmiento
Por Nora Veiras
Basta sentarse para saber que no será un viaje de placer. El ángulo de noventa grados y el plástico duro, imbatible, no dejan más alternativa que convertirse en un playmobil. Esos muñequitos que fueron pensados para encastrarse en una sola posición posible. Una vez ubicado uno, si tuvo la suerte claro de encontrar primero asiento y después “la” posición, la agotada máquina de la formación del Sarmiento parte desde Once. Ahí empieza otra aventura. Un viaje a la decadencia y al ingenio para sobrevivir.
Los vendedores ambulantes se reproducen y disputan la hegemonía de cada coche. De pronto irrumpe un morocho munido de un minicomponente. La potencia del aparato despertaría la admiración del sonidista de los Rollings –claro que sólo por el volumen–. El hombre va de punta a punta gritando la oferta: un compilado de los clásicos del rock. Los pasajeros se miran, los oídos estallan y el vendedor, dotado –seguramente– de una bendita sordera, habla, habla y habla para detallar las bondades de esos casetes cuya calidad pone a prueba. El éxito no corona su estrategia pero a él no le importa. Sigue camino, con el mismo entusiasmo, con la misma resignación.
La mirada perdida, la piel resquebrajada, el cabello opaco, la ropa también opaca, cansada de sobrevivir a tanto maltrato, se repiten entre los cientos que suben y bajan como zombis. Entre ellos se abren paso los inefables vendedores y las víctimas de todas las desgracias. Lapiceras con “brillantina”, estampitas de cuanto santo ha consagrado la Santa Madre, libros de cocina, de cuentos, de autoayuda, de calles, de lo que sea. Se supone que todo puede ser vendido.
Esa ficción de mercado, que les permite a “comerciantes” y clientes creer que siguen incluidos, da para todo. Del fondo del coche se escucha la voz de uno que encontró un nuevo objeto del deseo. Como todos, con naturalidad va dejando en cada asiento un sobrecito de polietileno. Y, con más naturalidad aún, explica que son “extensiones para el pelo” como “las de Cristina”. “Cristina” no es otra que la esposa del Presidente que como todo el mundo sabe apeló a las extensiones, pero a otras, para mejorar su cabellera. Es un señor informado y sus expresiones siguen dando testimonio de una educación que merecía otro destino.
Otro destino también era deseable para la Argentina. Pasaron poco más de veinte años desde que descubrí el Sarmiento. Siempre se viajó hacinado, siempre la puntualidad fue una convención a incumplir, siempre hubo vendedores tratando de sobrevivir. Pero nunca hubo esa naturalización de la decadencia. Los ’90 privatizaron el servicio y no sólo se agudizó la precariedad por el solo hecho de prolongarse, sino que ahora los pasajeros tornan inocultable el efecto irreversible de la marginación y la exclusión.
Los medios dan cuenta de cómo los empresarios culpan al Estado por no pagar en término los ¡¡¡subsidios!!! Al mismo tiempo, se escuchan como en una letanía los gritos del Estado por el incumplimiento de las inversiones prometidas. Entre esos espasmos asoman los cuerpos muertos o mutilados de los pasajeros que se caen de los vagones a las vías.
Son millones los que a diario sufren también este maltrato. Son millones que no llegan a hacerse escuchar. Sólo aparecen cuando una tragedia individual los vuelve visibles por un ratito. Después, todo vuelve a la “normalidad”. Los pasajeros se acostumbran a las contorsiones y sólo piden que no suba “la gorda”. Esa musa de Botero que acorrala con su sola presencia.
–¡Señora adelgace! –la fulminó uno desesperado, temeroso al verla avanzar. Sólo el humor hace posible convivir con la tragedia.