ESPECTáCULOS › “NADIE SABE”, DE KORE-EDA HIROKAZU, INICIO LA COMPETENCIA OFICIAL DEL FESTIVAL
Cuando los chicos se olvidan de los adultos
El director japonés, viejo conocido del Festival de Buenos Aires, presentó un film en el que cuatro niños se las arreglan para salir adelante en un departamento sin recurrir a ayuda externa. El chileno Patricio Guzmán mostró el documental Salvador Allende.
Por Luciano Monteagudo
Contradiciendo todos los pronósticos, el sol volvió a brillar sobre la Croisette. Los trabajadores temporarios de la cultura, que amenazaban con una huelga que podía paralizar al festival, como sucedió el año pasado en Avignon, llegaron a una trabajosa y muy francesa tregua con las autoridades (el domingo podrán manifestar oficialmente en las escalinatas del Palais y hacer escuchar sus reivindicaciones, como si fuera un acontecimiento más de la programación). Y la competencia oficial se abrió de la mejor manera posible, con Daremo shirinai, o Nadie sabe, de Kore-eda Hirokazu. El director japonés, que allá por 1999 ganó la competencia del primer Bafici porteño con su segundo largometraje, After Life, llegó ahora a Cannes con un film de una belleza muy singular, que confirma a Japón como a uno de los países más originales a la hora de trazar el mapa del cine mundial.
Nacido en Tokio en 1962, Kore-eda pertenece aproximadamente a la misma generación de Naomi Kawase y Kiyoshi Kurosawa (dos cineastas ya bien conocidos por los cinéfilos porteños a través del Festival de Buenos Aires) y comenzó trabajando en el campo del documental, lo que explica en parte la inmediatez de registro y la naturalidad que supo extraer de sus actores no profesionales, un grupo de cuatro chicos de entre 12 y 5 años. La historia de su nueva película, a su vez, proviene de un hecho real, que conoció a través de los diarios y que le llamó particularmente la atención, hasta que decidió recrearlo en una ficción: unos niños que vivieron absolutamente solos en un departamento de Tokio por más de seis meses, sin que ningún adulto reparara en su presencia. O en su ausencia.
Lo que plantea el film de Kore-eda va más allá de la típica historia de la niñez abandonada. Hay algo en Nadie sabe que trasciende la mera denuncia social para poner el acento en cambio en una suerte de pequeña utopía infantil, que el film transmite de una manera muy calma y, al mismo tiempo, muy poderosa. El director tampoco se ocupa de repartir culpas: la madre, por razones que la película se cuida muy bien de explicar, ha tenido sin duda una vida difícil y carga con cuatro hijos de distintos padres. Ninguno va al colegio y tres de ellos están de polizones en un departamento cuyo propietario –como muchos en Tokio, según deja inferir la película– no estima demasiado a los niños, porque se supone que son ruidosos y molestan a los otros inquilinos. Después de varias ausencias prolongadas, la madre un día deja el departamento a cargo de Akira, el hijo mayor, aparentemente con la idea de formar otra pareja y de volver más adelante a buscarlos. Pero los días pasan, las estaciones –siempre tan importantes en el concepción del tiempo que tienen los japoneses– van cambiando y los dos varones y las dos nenas deben arreglarse solos, sin la ayuda de nadie, salvo algunos pocos adolescentes, que llegan a conocer la situación y no les parece que tenga algún sentido pedir el auxilio de los adultos.
La falta de agua corriente, de gas, de electricidad y aun de comida van dejando paulatinamente de ser un problema sin solución. De una u otra manera, los chicos se las ingenian para sobrevivir y van formando lazos cada vez más fuertes entre ellos. No reniegan del mundo exterior, pero sí del mundo adulto, del que están seguros que no tiene nada para ofrecerles, salvo una amable indiferencia. Lo notable del film de Kore-eda es la manera en que consigue narrar su historia, con una sensibilidad que no tiene nada de sentimentalismo o sensiblería, como si se hubiera dejado guiar en su tono –seco, preciso– por el de sus pequeños actores, que van madurando frente a la cámara, que los va esculpiendo en el tiempo.
El tiempo es también el tema central de Salvador Allende, el sólido documental del realizador chileno Patricio Guzmán, que ha dedicado casi toda su obra al mismo tema y que ahora vuelve a abordarlo desde una nueva perspectiva. El director de las tres partes de La batalla de Chile y de El caso Pinochet vuelve aquí una vez más a Santiago y expone ante la cámara los únicos, los últimos objetos que se conservan del legendario presidente chileno: su reloj, su billetera vacía, su carnet del Partido Socialista, los restos de sus consabidos anteojos, que parecían formar parte inherente de su rostro. A partir de allí, Guzmán comienza a rascar obstinadamente las costras en la memoria reacia de la sociedad chilena y recupera la figura de un estadista que fue capaz de liderar un hecho inédito en los años de fuego de América latina: una revolución socialista por la vía democrática.
Respaldado por su propio archivo de imágenes, provenientes de sus films anteriores, y con entrevistas actuales a los viejos fundadores del Partido Socialista, a los ex dirigentes de la Unidad Popular y a jóvenes trabajadores que no llegaron a vivir aquella época pero la añoran, Guzmán va tejiendo la trama de la vida de un hombre indisolublemente ligado a su pueblo. El film –exhibido fuera de competencia, en la sección Un Certain Regard– se permite incluso el disenso con Allende, desde adentro mismo de sus filas: hay quienes se preguntan si no hubiera sido mejor sacar a las milicias obreras a la calle frente a la inminencia del golpe, o qué hubiera sucedido si el presidente, en vez de resistir inútilmente en el Palacio de la Moneda, hubiera formado un gobierno en el exilio. Pero sobre todo, como dice Volodia Teitelbaum, ex senador por la UP y uno de sus más cercanos colaboradores, el film es “un golpe a la conciencia de Chile, en el momento en que Allende está silenciado en su propia patria”.