CONTRATAPA
El lector y el supermercado
Por Leonardo Moledo
Parece que Juan Pío Paiva, dueño del supermercado de Asunción, y su hijo Víctor Daniel, cuando vieron que todo se incendiaba, ordenaron cerrar las puertas para que nadie se fuera sin pagar. Los guardias de seguridad, o quienes hayan sido que cerraron las puertas, lo hicieron. En medio de la presumible confusión del momento, unos y otros no atinaron sino a cumplir con su deber, y seguramente así lo argüirán en el juicio que, ante la magnitud del desastre, se les hará.
En su estupenda novela El lector, sobre la que poco se puede decir, salvo recomendarla (con la advertencia de que no se lea la contratapa, donde se revelan las claves que le dan al libro su toque mágico), Bernhard Schlink, que nunca, ni antes ni después escribió nada parecido (aunque la verdad es que con esa novela hizo ya su gran contribución a la literatura), relata un episodio, posiblemente tomado de la realidad: el juicio de posguerra que se le hace a la guardiana de un campo de concentración alemán de mujeres que, ante la ofensiva de los rusos, emprendió una de las famosas “marchas de la muerte”, en la cual las prisioneras perecían de a cientos y miles. En dos días, la mitad había muerto.
Con el resto, las guardianas llegaron a una aldea; las kapos se acomodaron en la casa del párroco y encerraron a las prisioneras en la iglesia, cuya puerta atrancaron. Poco después empezó un bombardeo que incendió el campanario; enseguida la aguja se desprendió y cayó sobre el tejado, que empezó a arder a su vez; unos minutos después, se hizo visible el resplandor del fuego y las llamas empezaron a llover. Se prendieron las ropas de las mujeres; las vigas encendidas que se precipitaban al suelo incendiaron los bancos y el púlpito; casi enseguida el techo se precipitó sobre la nave y todo ardió. Las mujeres empezaron a gritar, de dolor y de horror, a pedir socorro, a sacudir las puertas que, sin embargo, permanecían clausuradas, golpeándolas, chillando sin parar. Los muros de la iglesia ardieron también y la mayoría de las mujeres no murió asfixiada, sino que ardieron, como el resto de la iglesia, entre la luz de las llamas que iluminaba, para ellas, ese horrible final de la criminalidad del nazismo.
Y ahora, la guardiana estaba siendo juzgada.
Así lo cuenta Schlink:
–¿Por qué no abrió usted la puerta? –preguntó el juez.
“Estábamos... Teníamos...”, tanteó la guardiana. “No supimos qué hacer.”
–¿No supieron qué hacer?
–Había varios muertos, y los otros se marcharon. Dijeron que iban a llevar a los heridos al hospital y luego volverían, pero no tenían la menor intención de volver, y nosotras lo sabíamos. A lo mejor ni siquiera fueron al hospital, al fin y al cabo no había ningún herido grave. Nosotras también queríamos irnos, pero nos dijeron que necesitaban sitio en el camión para los heridos. Y además no querían... no les apetecía llevarse a tantas mujeres. No sé adónde se fueron.
–¿Y qué hicieron ustedes entonces?
–No sabíamos qué hacer. Fue todo tan rápido... La casa del párroco estaba ardiendo y el campanario de la iglesia también, y los hombres desaparecieron con los coches, visto y no visto, y de repente nos encontramos solas con las mujeres encerradas en la iglesia. Nos habían dejado unas cuantas armas, pero no sabíamos utilizarlas, y aunque hubiéramos sabido, no nos habría servido de nada. Eramos un puñado de mujeres solas. Las prisioneras eran muchas más, ¿cómo íbamos a vigilarlas? Aunque hubiéramos conseguido mantenerlas a todas juntas, se habría formado una fila larguísima, y para vigilar una fila así hace falta algo más que media docena de mujeres.
Hizo una pausa.
–Luego empezaron a chillar, cada vez más fuerte. Si hubiéramos abierto la puerta en aquel momento, habrían salido todas en desbandada, y...
–¿Tuvieron miedo? ¿Tuvieron miedo de que las prisioneras se les echasen encima?
–¿De que se nos echasen encima? No... Pero, ¿cómo habríamos podido poner orden en aquel desbarajuste? Se habría armado un lío tremendo, no habríamos podido controlarlas. Y si hubieran intentado escaparse...
El juez volvió a esperar, pero ella no concluyó la frase.
–¿Tenían miedo de que, si las prisioneras huían, a ustedes las arrestaran, las juzgaran y las fusilaran?
–¡Es que no podíamos dejarlas escapar así, por las buenas! Era nuestra responsabilidad... Quiero decir que, si no, ¿para qué habíamos estado vigilándolas hasta entonces, en el campo, y durante el viaje?”
“Para eso estábamos allí, para vigilar que no se escapasen.”
O que nadie se fuera sin pagar.