CONTRATAPA

Un plebiscito para el rock

 Por Eduardo Fabregat

¿Qué pasaría si se llamara a un plebiscito vinculante entre el público de rock? El terremoto político que desencadenó el incendio de República Cromañón agrega día a día nuevos episodios, y en el más reciente Aníbal Ibarra metió quinta, poniendo en juego aquello que los políticos más aman: el sillón de mando. Semejante movida disparó otra tanda de consideraciones a favor y en contra, cada cual con su librito, de parte de bancadas de todo color. Así es el juego. Pero resulta interesante –por poner un término– que uno de los nombres más zarandeados desde el 30 de diciembre ponga en real riesgo aquello que tanto le costó conseguir, asumiendo que si la taba cae de culo tendrá que irse sí o sí, por la puerta trasera y de ser posible evitando los helicópteros. Sea por razones honestas o para rescatar algo de la credibilidad perdida al tener que admitir tantas falencias de control, Ibarra finalmente hace lo que muchos de sus colegas en la historia reciente han escamoteado: pone la cara y apuesta el cargo.
La nueva fase de lo que dejó Cromañón, por otra parte, hace retumbar el silencio de otros involucrados en la tragedia. Continuando el modelo instaurado por Los Redonditos de Ricota y seguido por La Renga, Callejeros hizo un culto de la desconfianza hacia la prensa y nunca dio notas a medios grandes. La única excepción fue Day Tripper, el programa de Rock and Pop conducido por Juan Di Natale que les dio difusión temprana, y al cual le darían en los próximos días la primera nota (“y única”, según advierten desde su entorno) desde aquella noche. Todo grupo tiene la libertad de elegir su manera de actuar y exponerse, pero resulta llamativo que Callejeros mantenga el silencio cuando hay tantos puntos oscuros en lo sucedido, y cuando se exigen a gritos explicaciones a Omar Chabán, Aníbal Ibarra, los inspectores del gobierno, los bomberos y Raúl Villarreal, jefe de seguridad del local. Ni los Redondos se mostraron tan prescindentes cuando la policía mató a Walter Bulacio, uno de los invitados a su fiesta en Obras.
Mientras las voces más fanáticas rechazan de plano cualquier afirmación de que el grupo tiene su cuota de responsabilidad, las únicas declaraciones llegaron por escrito judicial. La semana pasada, el baterista Eduardo Vázquez y el manager Diego Argañaraz se presentaron como querellantes ante la jueza María Angélica Crotto. La presentación fue rechazada, pero el texto revela un espíritu de derivación de responsabilidades nada diferente al del gobierno porteño o el jefe de seguridad que dice no serlo. A la hora de analizar lo sucedido en Cromañón, la banda tira todo el peso en Chabán, en Villarreal, en los funcionarios encargados de la habilitación y en quien “encendió la candela”: pretender que el grupo es virgen de todo comportamiento irresponsable, incluyendo en la cadena a su propio público, va más allá de la ingenuidad y se acerca a la frontera del cinismo.
Según la presentación de los abogados de Callejeros, una cosa es la seguridad del local, sus materiales y controles, y otra muy diferente el “control del espectáculo”. Los letrados afirman que aquello que le correspondía controlar al grupo tenía que ver con “los camarines, para que no se robe ningún bien de la banda; las entradas (corte de tickets), el armado de filas en el exterior del local, y el vallado del escenario”. Quizá sea cierto que, a pesar del episodio vivido por La 25 pocos días antes, Callejeros no tenía idea de la clase de materiales inflamables y tóxicos que revestían el techo. Quizá sea cierto que no supieran que la puerta de emergencia estaba cerrada. Pero el cantante Pato Fontanet se había referido en más de una ocasión a la cuestión de las bengalas desde el escenario. Y no es necesario ser perito en seguridad para percatarse de que encender 170 bengalas en Obras Sanitarias resulta algo insalubre. Si se quiere evitar un desastre, hay que hacer algo más que abrir el show con un “¿Se van a portar bien?”, y seguir tocando cuando a los primeros acordes aparecen dos, cinco o diez luces de artificio. Si hay una verdadera preocupación por la integridad del público, no parece sensato tocar en un local como Cromañón después de haber metido más de 15 mil personas en una cancha de fútbol. El 80 por ciento de una recaudación parece flexibilizar las convicciones, y de los Redondos lo único que se copia es el silencio, y ninguna de las lecciones que dejaron con respecto a lo que pasa cuando el público se desmadra.
Todos los responsables de lo que sucedió en Once, de Ibarra hacia abajo y hacia los costados, deben responder. Callejeros no está exento, y haber perdido ellos mismos a sus seres queridos tampoco los libera, sino que refuerza la necesidad de dar explicaciones sinceras. Descargar las razones de lo sucedido en terceros, pretender que la sobreventa de entradas y la falta de control efectivo es exclusiva obra de un empresario inescrupuloso y unos funcionarios corruptos, sostener que hay que buscar e inculpar al que encendió la candela, no ayuda en nada a la conciencia necesaria para seguir adelante, educarse arriba y abajo del escenario y evitar que tanto dolor se vuelva a repetir. Parece, vaya paradoja, la actitud de un político.
El rock necesita su propio plebiscito: no para decidir quién se queda y quién se va, sino para construir una nueva confianza y un nuevo comportamiento en los que convocan, los que organizan y los que van. Esconder las cartas y prenderse al yo no fui, ese eterno jueguito argentino, nos deja otra vez en la casilla cero. En silencio.

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