CONTRATAPA

Camila, Ezequiel, Darío, Maximiliano

 Por Sandra Russo

“Las personas obran de manera extraña en algún momento.”
Comisario mayor Gustavo Ramos,
director general de comisarías
de la Policía Federal.


Esa manera extraña en la que obran las personas en algún momento debería ser desentrañada, sin embargo. Esa manera extraña en la que obran las personas y a la que se refería el comisario Ramos no calaba en un interrogante existencial ni ahondaba en los vericuetos de la naturaleza humana. Era un tremendo eufemismo utilizado por un jefe policial para desembarazarse institucionalmente del horror que habían desatado el viernes 1º de abril, en una esquina de Lugano, los policías Adrián Bustos, Miguel Angel Cisneros y Mariano Almirón, de la comisaría 52ª. Después de tomarse ocho botellas de cerveza en un quiosco, los policías, según reconstruyeron los testigos para los que ahora se pide protección especial (y con toda razón, en virtud de la manera extraña en la que obran y pueden seguir obrando las personas), presionaban a un grupo de adolescentes del barrio para que fueran a comprarles cocaína. Como los chicos se negaban, se desató un escándalo que despertó a Camila Arjona, de 14 años y embarazada de cinco meses. Camila estaba durmiendo con su novio muy cerca del griterío. Los dos se levantaron y fueron a ver qué pasaba. El griterío ya había dado paso al tiroteo. Ella recibió varios balazos por la espalda y probablemente murió en el acto.
Hasta ahí llega una parte de la manera extraña en la que obraron en este caso tres personas, que eran tres policías, uno en servicio y los otros dos de franco. Emborracharse en un quiosco cuando uno está armado y pertenece a una fuerza de seguridad es una conducta extraña, sin duda. Como también lo es presionar a alguien para que vaya comprar droga. Golpearle la cabeza contra un poste luz hasta hacerlo sangrar si ese alguien se niega, se encuadra también en el marco de las conductas extrañas. Y ni que hablar de desatar un tiroteo en plena noche en el corazón de un barrio hiperpoblado. Disparar al voleo y acertar varios disparos en la espalda de una adolescente embarazada, bueno, eso ya va saliendo de la categoría de “extraño” para acercarse más literalmente a una conducta criminal. Pero hay un plus de sadismo y brutalidad que directamente se escapa de lo “extraño”, para el que la misma palabra “extraño” es un manto inexplicable de piedad. Hay un plus de desprecio, de vileza, de instinto asesino que a esta altura no tiene nada de extraño y que corona este caso con la más escalofriante de las posibles descripciones: Camila ya caída, muerta, en el pasillo. Uno de los policías se acerca a ella. Le levanta la cabeza tirándole del pelo. Le patea la cara varias veces, con saña, hasta provocarle un hematoma que después fue fotografiado por la familia de la víctima. El policía parece tenerle rabia a la chica muerta. Parece querer infligirle, además de la muerte, algún tipo de lección. Esas patadas en la cara de una chica embarazada, inerme, esas patadas para rematarla, ¿en qué palabras caben? ¿En qué tipo de maldad caben? ¿En qué bolsón ancestral de rencor, en qué voluntad consciente o inconsciente de venganza caben?
El abogado que representa a la familia de Camila es José Vera, el mismo que se ocupó del caso de Ezequiel Demonty, el chico hipoacúsico que no escuchó las órdenes policiales y que después fue obligado a tirarse al Riachuelo. El que no sabía nadar. El que se ahogó. El caso Demonty fue otro en el que el plus de saña desbordó. Ni ese caso ni el de Camila se encuadran directamente en lo que se conoce como gatillo fácil. No se trata de situaciones dudosas en las que un arma policial es disparada con ligereza. No se trata de tener el gatillo aceitado, ni siquiera de no manejar ni con prudencia ni con responsabilidad ese gatillo. En ambos casos hay odio. Un odio inexplicable, reconcentrado. Un odio que también se hizo visible para todos en aquella terrible sonrisa en la boca del policía federal que exhibía como un trofeo de caza el cuerpo muerto de Darío Santillán, o el que quedó, imborrable, inenarrable, estampado en la manera en la que otro policía manipulaba el cuerpo muerto de Maximiliano Kosteki, ubicándole las piernas y los brazos en forma de cruz en la estación de Avellaneda.
En todos esos casos hubo violencia policial y asesinatos, pero además hubo constancia de una crueldad que excede cualquier tipología que describa a “las personas”. La sonrisa ante el muerto del que se es responsable, la manipulación grotesca de un cuerpo sin defensa, la orden de inmersión en el agua podrida, la patada en la cara de Camila. “Estas situaciones pertenecen al hombre y no a la institución”, intentó descargar el comisario Ramos. No. No pertenecen “al hombre”. No forman parte del repertorio desviado de las “conductas extrañas” de las personas. Son indicios de que en una institución como la Policía Federal hay un germen de odio contra los pobres. Un germen que lo más extraño que tiene es el diseño: un odio de pobres contra pobres, un odio abonado, alimentado, cebado por una concepción política del mal. Una bacteria temible para el que la propia institución debe encontrar el antibiótico.

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