CONTRATAPA

Armenios

Por J. M. Pasquini Durán

Genocidio. Tremenda palabra que los argentinos aprendieron en carne propia por la maldita obra del terrorismo de Estado (1976/1983). La definición se le ocurrió al polaco Raphael Lemkin, experto en derecho internacional, para nombrar la masacre del pueblo armenio, la primera en su tipo del siglo XX, porque las lenguas universales no alcanzaban para describir tanto horror. En 1948 Naciones Unidas sancionó la convención para la prevención y sanción de ese delito, cuyos alcances abarcan “los actos cometidos con la intención de destruir, en todo o en parte, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”.
La historia de la nación armenia, cuyo primer Estado tiene remoto origen en la centuria anterior a Cristo, prueba la calidad de la fragua donde se templó la integridad de su pueblo. A lo largo del tiempo, resistieron las sucesivas invasiones de bizantinos, romanos, persas, árabes, mongoles, seljúcidas, tártaros, turcos otomanos y rusos. Hubo un tiempo que los aires guerreros florecieron en identidad, lengua, cultura y un territorio de 400 mil kilómetros cuadrados, con el Monte Ararat empinándose al sur hasta cinco mil doscientos metros de altura, al que los armenios contemplaban como su emblema de sacralidad. Hoy en día, la mayor parte de ese espacio sigue usurpada por el Estado turco, que se apropió sobre la sangre derramada de un millón y medio de pobladores originales.
Las embestidas de los invasores, claro, abrieron cauces a intermitentes corrientes de refugiados, a partir del año 1071, llevados por la rosa de los vientos hacia todos los rumbos. Antes del año 1900 ya había armenios en Argentina aunque fueron los que llegaron en la década del 20 quienes consolidaron la comunidad en este país. Las fechas de esos arribos no fueron casuales. Que hable la memoria: “En la noche del 24 de abril de 1915 el gobierno turco procedió a la detención de más de ochocientas personas notables, todos ellos armenios. Religiosos, dirigentes políticos y sociales, intelectuales, músicos, poetas, maestros, profesionales y comerciantes fueron arrestados y asesinados. Casi simultáneamente se ordenó dar muerte a los hombres en edad militar, quienes previamente habían sido llamados bajo bandera. De esta manera, el resto de la población quedó sin posibilidades de defensa. Comenzó la deportación letal” a través de los desiertos de Mesopotamia. (El genocidio negado, edit. Consejo Nacional Armenio de Sudamérica).
Las excusas de los verdugos no son tantas como sus crímenes, pero todas son vanas por hipócritas y tan amorales como el delito de genocidio. El exterminio, planificado y ejecutado con premeditación y alevosía, tuvo un propósito último: los turcos querían apropiarse del territorio armenio, pero sin armenios, a campo arrasado. Buscaban expandir sus dominios hasta las orillas del mar Caspio, apoderarse de los yacimientos petrolíferos de Bakú y plantarse ante el mundo como el más fuerte entre los países musulmanes.
Hay más para contar, pero al final la historia puede resumirse así: era la conquista del supuesto “espacio vital” mediante la “solución final”, conceptos que Hitler volvería a utilizar para avanzar sobre tierras ajenas y encender los hornos crematorios en los campos de exterminio. El mismo Führer reconoció el parentesco en una arenga a los altos mandos del ejército nazi y los alentó con la promesa de la impunidad: “Después de todo, ¿quién habla hoy del aniquilamiento de los armenios?”, les dijo.
Los turcos fueron moralmente condenados por muchos, pero castigados por ninguno. El Consejo Nacional Armenio de Sudamérica conmemora cada 24 de abril el “Día contra la Discriminación y la Impunidad” para reclamar verdad y justicia para sus víctimas, para su identidad, para su nación. Aquí es donde se funden pasado y presente, memorias armenia y argentina, dolores y heridas que sangran todavía. Demandan al gobierno de Ankara para que reconozca el genocidio y devuelva el territorio que usurpó.
¿Vale la pena continuar reclamando después de noventa años? La mayor parte de los sobrevivientes echó raíces en otros rumbos. Las nuevas generaciones tienen el alma dividida, por lo menos entre dos pertenencias, una de la memoria y otra de la vida. Si tuvieran la oportunidad debida, ¿regresarían a la tierra de sus ancestros? La respuesta correcta es un derecho individual, pero los derechos humanos tienen una sola: la oportunidad les pertenece.
Olvidar lo malo sucedido para seguir hacia delante puede ser un rasgo de salud, aconseja el ramplón sentido común. Tal vez sea verdad en los almanaques de las vidas particulares, pero no es el caso. Por lo pronto, como bien saben muchos argentinos, la búsqueda de verdad y justicia es imprescriptible. Por lo demás, hay bibliotecas enteras sobre el valor de la memoria para entender el presente y diseñar el futuro. “Nadie deja su mundo, adentrado por sus raíces, con el cuerpo vacío y seco”, escribió Paulo Freire en Pedagogía de la Esperanza. Hay seis millones de armenios en el mundo que comparten la misma expectativa de reparación, atormentados por el recuerdo del genocidio y la usurpación pero, a la vez, iluminados por la causa justa.
El 24 de abril para los armenios, como el 24 de marzo para los argentinos, no son efemérides protocolares, meros recuerdos de algo terrible que ya pasó. Nada de eso: cada aniversario es la ocasión elegida para renovar un compromiso de futuro, para refrescar metas, para asegurarse que la injusticia y la impunidad no se hagan costumbre y para que la integridad de las personas y las naciones sean respetadas como condición de vida para la especie humana. Por eso, estas fechas forman parte del calendario universal y aun con esa dimensión no pierden el imperativo recoleto, íntimo, de la conciencia individual. Repudiar al genocidio y evitar que se repita en cualquier lugar del planeta es una causa del bien común.

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