CONTRATAPA
Inflaciones y populismos
Por Luis Bruschtein
En los términos del ministro Lavagna, populismo es repartir sin pensar en producir. Y les encajó el mote a los años ’70, cuando él ya era funcionario del Ministerio de Economía. Del cruce de esas dos menciones en una frase surge ominoso el recuerdo del Rodrigazo y la inflación, que no han sido populares y que terminaron abriendo el camino al golpe del ’76. La economía se había desbordado y había que disciplinarla, lo que es lo mismo que disciplinar a sus actores.
A unos, los trabajadores, les ganaron a palos, con represión. A otros, a los empresarios, les ganaron con verso. Los empresarios nacionales, pequeños, medianos y grandes, fueron convencidos de que debían suicidarse. Había empresarios que habían tenido talleres prósperos, que en el ’79 ya habían tenido que cerrarlos, pero igual estaban contentos porque podían viajar dos veces por año a Miami. Y en el ’80 ya no les quedaba plata, pero seguían defendiendo a la dictadura. Había que poner orden. Los tipos habían quebrado por la tablita y la política de Martínez de Hoz y estaban contentos. Muchos de ellos ahora son empleados o jubilados de mediano pasar.
Lo que dice Lavagna es real: no se puede repartir si se achica la producción. La producción se achica porque se achica la ganancia al aumentar los costos, que entonces se van a los precios. Y si aumentan los precios, la gente reclama aumento. Claro que en el medio puede haber más inversión para producir más y ganar más con el volumen, aprovechando los salarios.
Pero la inversión hay que ponerla. Los empresarios argentinos –hay excepciones por supuesto– están acostumbrados a que la inversión la haga el Estado, que el riesgo lo corra el dinero público y muchas veces ni aún así bajaron los precios. Como Lavagna también sabe esto, se resiste a la política de subsidios o de crédito fácil al estilo brasileño. Pero solamente las grandes corporaciones tienen capacidad de autofinanciamiento o de cumplir la cantidad de requisitos con que se cubre la banca pública.
O sea que hablar de populismo, referido a los aumentos salariales, es más una cuestión retórica que descripción del problema. Y usarlo como excusa para mantener cerrada la tranquera de los salarios y los créditos, deja solamente a los grandes jugadores en la cancha.
Aunque el problema que afronta el ministro es real, no se trata solamente de reclamos salariales. En gran medida hay una clase empresaria que fue cooptada ideológicamente. Algunos economistas sostienen que en el momento del golpe del ’76 ese sector de la economía funcionaba a pleno, pese a la gran ola de planteos gremiales. Es más, afirman que esa ola de reclamos estaba motivada en parte por expectativas políticas, pero también por el progreso de la economía. Y concluyen que el quiebre y el golpe se produjeron más por presiones externas –la necesidad de hacer encajar a la Argentina en el proceso globalizador– que por el desarrollo interno.
En ese proceso fueron inmoladas miles de empresas, cuyos dueños aceptaron alegremente el suicidio más por una cuestión ideológica que por sus intereses concretos. Se sentían en peligro en una situación que podía favorecerlos y estuvieron felices después que quebraron. Fueron cooptados por un proyecto que no los incluyó y todavía siguen pensando en función de esos paradigmas. Es una frase común decir que los empresarios brasileños son distintos a los argentinos. Ellos tienen un proyecto y los de acá no. En ese contexto es cierto que, como seguramente piensa Lavagna, los créditos fáciles y los subsidios serían más fuente de corrupción o de ganancia fácil y los aumentos salariales más causa de inflación que de crecimiento del consumo y calidad de vida. En ese dilema, usar así el concepto de populismo no hace más que alimentar la visión alienada que todavía mantienen los grupos empresarios que podrían participar en un proyecto de crecimiento. Porque ellos siguen pensando con las mismas categorías que usan los grupos económicos que más se favorecieron en los ’90.
Lo extraño de esta situación es que ese proyecto que no tienen estos empresarios es el que intentaría formular el Gobierno, yendo a contrapelo de ese pensamiento alienado que todavía sostienen. Doblemente difícil y delicado porque se les favorece y ellos piensan lo contrario. En Brasil, los principales interesados en rechazar el ALCA o en utilizar Linux fueron los industriales, pero acá son consignas izquierdistas. El dilema de fondo es cómo plantear un nuevo proyecto de país que pueda favorecer a esos empresarios y a los trabajadores y que sea sostenido y apoyado por ellos. Las diatribas contra el populismo forman parte de otro discurso.