CONTRATAPA
Esa palabra
Por Sandra Russo
El señor divide aguas y no en un paisaje bíblico, sino en la pradera incierta y sembrada de dudas de la progresía. Gente que opina lo mismo sobre el neoliberalismo, la globalización o la salud reproductiva, que lee los mismos libros o el mismo diario, que se viste parecido, que detesta las mismas cosas y vota por lo general la misma boleta –aunque a desgano unos o con entusiasmo otros–, lentamente va encontrando en él un insólito y ácido motivo de discordia. Es que el hombre despierta entre los habitantes del yogur progre tanto adhesiones enfáticas como abiertos rechazos. Tanto fervores desatados como revulsión hecha y derecha. Hugo Chávez se está convirtiendo en el punto álgido de las reuniones entre amigos, en el tema áspero de las mesas de los bares, en un dique separador de un ancho río que en realidad nunca fue, ay, más que la confluencia de unos cuantos arroyos.
Chávez puede deslumbrar con su oratoria a muchos, pero no a ese psicoanalista porteño que tampoco compra el paquete Kirchner en pack familiar. Puede seducir a muchos miembros de la Corriente Clasista y Combativa o a militantes de base de barrios periféricos, pero no a esa docente de extracción marxista que lo mira con el recelo propio de los que, aunque ya no, alguna vez creyeron a pie juntillas en aquel asunto de la vanguardia iluminada.
–Después de todo es milico –apunta uno que no lo traga.
–Perón también fue milico –anota otro que ya se inscribió en el club de admiradores de la palabra “bolivariano”.
–Habla demasiado –señala uno que estuvo en la anticumbre y quedó acalambrado.
–Fidel también habla como mínimo cuatro horas cada vez que abre la boca –compara otro que también estuvo en la anticumbre y cedió al encanto de esa voz de cantante de boleros.
–Quiere protagonismo, goza de ser el nuevo archienemigo de Bush –critica uno que prefiere perfiles discretos y jamás se pondría una guayabera.
–¿Y eso qué tiene de malo? ¿O no es necesario el protagonismo cuando se hace política? –razona otro que estuvo exiliado en México y adora los picantes.
Pero habría que volver al principio de este diálogo imaginario entre habitantes del yogur progre para intentar captar por dónde pasa la principal línea divisoria de aguas entre los que compran a Chávez y los que se detienen en la vidriera, pero siguen de largo. Aunque en rigor, si se tratara apenas de comprarlo o de observarlo, probárselo y decidir que no es de nuestro talle, las cosas no irían tomando el rumbo pasional que toman. Chávez va dejando de ser un excéntrico presidente latinoamericano pródigo en anécdotas políticas tropicales y gestualidad de realismo mágico, para ser un referente con el que Kirchner parece simpatizar más que con Lula o Tabaré. Es decir: Chávez va acercándose.
–Después de todo fue un milico.
–Perón también fue milico.
En esas dos líneas hay escondido un dilema que separó durante décadas a la clase media argentina, y que se fue extinguiendo a medida que el radicalismo se fue volviendo un híbrido y que el peronismo se fue convirtiendo de movimiento en bolsa de gatos. En las épocas en las que los cumpleaños familiares eran saboteados por el antagonismo entre un primo peronista y un cuñado gorila, en esas épocas hiperpolitizadas en las que las discusiones de sobremesa podían alcanzar un tono excesivamente destemplado, emergía de un lado la resistencia a la “masificación” y la “manipulación”, y del otro, la sintonía con un enamoramiento del que la izquierda propiamente dicha jamás participó: el incontenible poder de un conjunto basado en un consenso. El que objeta “después de todo fue un milico” recoge el guante de los hijos doctores de inmigrantes que, ya ilustrados y en mocasines, siempre se pusieron pantalla total contra el sol que irradian multitudes de desarrapados que, aquí o allá, en una época o en otra, han protagonizado efervescencias acríticas y lealtades incondicionales a su líder. Por otra parte, quien contraataca con el “Perón también fue un milico” se enmarca en el contexto de quienes escucharon a Perón hablándoles al oído, hablándoles casi de amor, y crecieron y maduraron con la piel sensible al redoble de los bombos y el olor penetrante de las marchas de los trabajadores.
La figura de Chávez, unida a la extracción política del matrimonio Kirchner, reactualiza, dos generaciones después, aquellos puntos de vista. La palabra fetiche que usa tanto la derecha como la izquierda para la descalificación de Chávez es “populismo”. Es sabido que el lenguaje ordena el pensamiento, distribuye las cartas, marca las reglas de un juego que no siempre saben que juegan los jugadores. La palabra “populismo” está cargada con el peso específico de un prejuicio político, en el sentido que Hannah Arendt le da a ese saber no personal sino colectivo, que predispone para bien o para mal. Un prejuicio político es –según ella, que les confiere tanto “eficacia como peligrosidad”– un falso juicio que sin embargo “oculta un pedazo de pasado. Bien mirado, un prejuicio auténtico se reconoce además en que encierra un juicio que en su día tuvo un fundamento legítimo en la experiencia”. El prejuicio se encarga de arrastrar un juicio a lo largo del tiempo, de deformarlo y de imponerlo como un sobreentendido. En este caso, el prejuicio supone que aquello que se llama “populismo” mantiene entretenidas a las masas, las engolosina con demagogia, pero no se traduce en cambios reales de poder. Eso deviene del prejuicio de izquierda, aunque su equivalente de derecha permite inferir que es precisamente algún movimiento real de poder lo que espanta a las oligarquías a las que siempre han asqueado los “populismos”. Precisamente, por una cuestión de clase.
“La política siempre ha tenido que ver con la aclaración y disipación de prejuicios”, concluye Arendt. Trasladando esa idea a este momento, el debate colectivo que se hace interesante es efectivamente la revisión de la palabra “populismo”. Habrá que desnudarla, abrirla, diseccionarla, como a un sapo que alguna vez algunos se tragaron, ¿pero quiénes? ¿Contra quiénes operó históricamente el “populismo”? ¿Y a quiénes benefició? No vaya a ser que por no revisar ese sapo nos estemos prestando a tragar otro.