Sábado, 25 de febrero de 2006 | Hoy
Por Osvaldo Bayer
Desde Alemania
Ellos creyeron que todo iba a permanecer escondido. Pero no, poco a poco va quedando todo en descubierto. Hasta aquí, en Alemania, se van a recordar los treinta años de la dictadura militar que implantó “la muerte argentina”, la desaparición de personas. El 24 de marzo se harán en Berlín y en varias universidades alemanas actos recordatorios y seminarios de estudio de cómo fueron posibles tales crímenes de lesa humanidad. Por supuesto, siempre se tienen en cuenta las atrocidades que ocurrieron también en este país, durante el nazismo hitleriano.
En esos actos que tendrán lugar en Alemania se recordará especialmente a los 78 desaparecidos de origen alemán en la Argentina de los militares. Hace muy poco se recordó a dos de ellos: Elisabeth Käsemann y Klaus Zieschank, los dos estudiantes. La primera, nacida en Alemania, que fue secuestrada, prisionera en el campo de concentración “El Vesubio”, comandado por el teniente coronel Durán Sáenz, y finalmente asesinada en un tiroteo que no existió; el segundo, nacido en la Argentina, secuestrado en los primeros días de la dictadura, fue visto en campos de concentración y su cuerpo fue arrojado desde un avión al Río de la Plata.
Elisabeth estudiaba sociología en Buenos Aires y durante la dictadura preparaba documentos para los perseguidos por aquélla. Y así podían salir del país. Klaus, después de recibirse de bachiller en Buenos Aires, fue becado para estudiar en Munich. En las primeras vacaciones trajo dinero de los estudiantes alemanes para entregárselos a los chilenos perseguidos por Pinochet. Esto fue comunicado por los sicarios de la dictadura chilena a los militares de Videla y, cuando Klaus llegó a Buenos Aires, fue secuestrado y desaparecido. Dos jóvenes, que tenían razón de luchar contra dictaduras que habían tomado el poder político en forma ilegal. Por eso, lo más hermoso del acto que se realizó en Alemania fue comparar a esos dos estudiantes muertos en la Argentina con las figuras de dos jóvenes alemanas que dieron su vida en su lucha contra el nazismo: Sophie Scholl y Libertas Schulze-Boysen. La primera, estudiante de la Universidad de Munich –protagonista del grupo antinazi “la Rosa Blanca”–, fue detenida por repartir volantes donde se denunciaba la existencia de campos de concentración y el asesinato con gas de judíos y enemigos del régimen. Se le hizo un juicio sumario y de inmediato se la condenó a la guillotina. Libertas Schultze-Boysen fue también condenada a muerte por un tribunal nazi, en 1942, y murió bajo la guillotina. Ella perteneció a un grupo de resistencia contra el nazismo, en Berlín, durante la guerra.
Cuatro seres jóvenes que dieron sus vidas por la dignidad. Cuatro crímenes para el espanto. Con una diferencia. Por lo menos los nazis dieron la cara, les hicieron un juicio de pura farsa y firmaron la condena a muerte. Los militares argentinos dijeron que sus víctimas “habían desaparecido”. El general Videla, con una expresión de cinismo total, lo declaró y reafirmó varias veces: “No están ni muertos ni vivos, están desaparecidos”. Además de la crueldad, el cinismo.
Sobre Elisabeth y Klaus, Sophie y Libertas, el cine alemán se hizo presente y filmó sus vidas, de los dos primeros en documentales dirigidos por Frieder Wagner; de las víctimas nazis no sólo se rodaron documentales, sino también films con actores. Después del 24 de marzo presentaremos los cuatro films en la Argentina, en seminarios al efecto, para debatir la problemática del crimen político, del heroísmo de los luchadores contra el totalitarismo, de los regímenes de la muerte y de la obligación moral de la lucha por la libertad.
Y hay otra lucha a la cual no hay que perder de vista. O tal vez iniciarla, ya que son pocos los hombres y las mujeres dignas que han puesto su vista en ello: el no a la venta de armas. O por lo menos denunciar el cinismo que significa que mientras en Naciones Unidas se hable de la paz mundial, permanentemente, los países fabricantes de armas sigan vendiéndolas con toda impudicia a cada uno de los países con litigios. Por ejemplo –como ya hemos denunciado en estas páginas–, Estados Unidos y Europa venden armas a Israel y al mismo tiempo a los países árabes.
Acaban de publicarse informaciones que confirman todo eso. Empezando con las estadísticas. En el 2003, los gastos de armamentismo subieron un once por ciento. Y en el 2004 llegaron a superar los mil millones de dólares. ¿Lo repetimos? Mil millones de dólares. Según estos datos oficiales, las ganancias de las cien empresas principales de fábrica de armas son más abultadas que el producto bruto-social de los 61 países más pobres del mundo, juntos. Con el dinero que costaron las diez mil bombas que se arrojaron en la guerra del Golfo se hubiera podido vacunar a diez millones de niños contra la poliomielitis, el sarampión y el tétano. Repitamos, diez millones de niños.
¿Por qué tantas armas, si en el 2003 murieron 625 personas por actos terroristas y diez millones de seres humanos por enfermedades infecciosas? Repitamos... no, no repitamos porque si no nos vamos a volver locos. Si en vez de fabricar armas se hicieran obras de beneficio social, todos, todos, tendrían su vivienda. Y paz que significa vida.
Todo esto se puede ver en el valioso documental austríaco de Karin Bock, llamado El precio de la guerra. Algo que tendrían que ver todos los colegios del mundo y discutirlo con los políticos de turno. El Premio Nobel alternativo Jakob von Uexküll propone, en ese film, la creación de un Consejo sobre el Futuro del Mundo, que justamente sólo se dedique a discutir el problema de las armas en el mundo. Pero al mismo tiempo llegó la noticia: Alemania le acaba de vender pistolas ametralladoras a Indonesia, la MP5. Además, está ya listo un submarino para ese país y la construcción juntos de corbetas de guerra. Holanda le venderá otros buques de guerra y la empresa europea EADS, helicópteros. El ejército indonesio cometió cuantiosos crímenes contra su población en 1999.
Sí, todas estas noticias justo cuando se cumplen noventa años de la batalla de Verdún, en la primera guerra europea, 1916. Batalla que costó la vida de 300.000 soldados de los dos países; se calcula que cayeron seis mil soldados por día. El horror más indescriptible. Jóvenes. Murieron como ratas. Señalan los historiadores que al final, para no seguir en ese infierno, los soldados se cortaban una mano o se herían a sí mismos para que los retiraran. En las primeras 24 horas de la batalla se disparó un millón de proyectiles. Allí están, siempre, las miles de cruces en las sepulturas. El 21 de febrero de este año, alemanes y franceses se reunieron. Se escuchó un concierto de música de Mozart, Schubert, Brahms y Gounod. La emoción invadió a todos. Pero, la impotencia. El único consuelo fue que no se pasearon banderas ni se tocaron marchas militares. Pero, igual, ya era tarde, demasiado tarde para todo. Los ojos jóvenes yacían debajo de esa tierra, para siempre. Muertos sin ningún sentido.
Sí, Mozart, Schubert, Brahms y Gounod, pero los fabricantes de armas siguen ganando fortunas.
El único gran consuelo lo experimenté en la ciudad de Bonn, el día del nacimiento de Mozart. De pronto, todas las campanas de la ciudad comenzaron a sonar saludando al tan querido músico. Fue cuando pensé: nunca van a sonar las campanas para saludar a un fabricante de armas, a un genocida, a un desaparecedor. Pero sí para Mozart, pura alma, pura música, puros sueños, pura poesía.
Sí, aquí en el Rin estamos en pleno Carnaval. Todo es disfraz tendiendo —a propósito– al mamarracho. Los más mamarrachos van vestidos de militares: es una tradición. Lo introdujeron los renanos cuando estaban ocupados por Napoleón. Para demostrar su oposición a la ocupación extranjera, los varones salieron en Carnaval disfrazados de militares ridículos y marchaban en orden cerrado haciendo piruetas. Hoy se ve en los corsos a mariscales con mostachos llenos de moco o soldados condecorados hasta en la bragueta. Lástima que aquel fatídico 1º de septiembre de 1939, los que tuvieron que marchar al frente no se comportaron con la misma agudeza y coraje.
Pero siempre hay reacciones positivas. Por ejemplo, el periodista Hans W. Korfmann, del diario Frankfurter Rundschau, que ridiculizó el llamado “Biathlon”, donde los esquiadores corren con sus esquíes por la nieve llevando una carabina en la espalda. De pronto se detienen y disparan cinco tiros a blancos puestos a la distancia. Se pregunta el periodista por qué o quién militarizó así los juegos en la nieve. Y llegó a la conclusión de que esas pruebas fueron impuestas por Hitler en las Olimpíadas de 1936. Interrumpir la carrera para tirar balas, cargar el arma como un soldado. Y cómo desde el televisor el relator va gritando como un suboficial: “Y ahora, Michael Greis ya llega al stand de tiro, se pone en posición, apunten... ¡fuego...!”, y el público grita como si el tirador hubiera pegado en el corazón de alguien. Luego, lo mismo con las esquiadoras, fusil al hombro, no demorarse, “tomar posición, apunten, ¡fuegooo!”.
El periodista califica de ridícula, militarista y de inspiración nazi esta variante. Propone, por ejemplo, que cuando lleguen al stand de tiro, los esquiadores del biathlon jueguen partidas de ajedrez simultáneas para meter la rapidez mental en la rapidez muscular.
Después, en el mismo diario, un historiador –que nunca falta– desmintió que haya sido Hitler quien impulsó el tiro en el biathlon. Dice que era ya en los años veinte una costumbre de los cazadores de montaña, pararse y matar ciervos. Quien mataba más ciervos y llegaba primero ganaba. Como sea. La caza no es un deporte, es ya una “mandada de parte” de señores bien, bien disfrazados. Ojalá que los deportistas en el futuro se nieguen a arrastrar el arma en sus espaldas y en vez de tirar tiros jueguen al ajedrez.
¿Y cuándo los obreros de las empresas de armas se van a negar a fabricarlas?
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