Viernes, 16 de junio de 2006 | Hoy
Es hora de que el mundo hable de los inmigrantes.
Desde que se inventaron las fronteras nacionales, la gente las ha cruzado no sólo para visitar otros países, sino también para vivir y trabajar en ellos. Al hacerlo casi siempre ha corrido riesgos, impulsada por una determinación para sobreponerse a la adversidad y tener mejor calidad de vida.
Esas aspiraciones siempre han sido el motor del progreso humano. Históricamente la migración ha aumentado el bienestar no sólo de los migrantes como individuos, sino también de la humanidad en su conjunto.
Esto sigue siendo cierto. En el informe que presenté a la Asamblea General de la ONU resumo investigaciones que muestran que la migración, al menos en el mejor de los casos, beneficia no sólo a los migrantes, sino también a las naciones receptoras y también a los de origen.
¿Cómo? En los países receptores, los migrantes llevan a cabo labores esenciales que los residentes establecidos se niegan a efectuar. Ellos brindan muchos de los servicios imprescindibles para las sociedades. Se ocupan de los niños, de los enfermos y de las personas de edad; de las cosechas, de preparar alimentos y de limpiar casas y oficinas.
Pero no sólo se ocupan de actividades simples. Cerca de la mitad de los migrantes de 25 años o más que viajaron a países industrializados en la década del ’90 estaba constituida por gente con altos niveles de preparación. Con experiencia o sin ella, muchos son empresarios que inician nuevos negocios, desde kioscos de 24 horas hasta el buscador Google en Internet. Otros son artistas, ejecutantes y escritores que ayudan a convertir sus nuevos hogares en centros de creatividad y cultura. Los migrantes también amplían la demanda de bienes y servicios, se suman a la producción nacional y, generalmente, aportan más al Estado en impuestos que lo que usan en servicios sociales y otras prestaciones. En regiones como Europa, donde las poblaciones crecen muy lentamente o no crecen, los trabajadores extranjeros ayudan a subsidiar sistemas de pensiones que carecen de fondos.
En general, los países que aceptan migrantes y los integran con éxito a sus sociedades se encuentran entre los más dinámicos económica, social y culturalmente a escala mundial.
Mientras tanto, las naciones de origen se benefician de las remesas, las cuales ascendieron a 232 mil millones de dólares el año pasado, de los cuales 167 mil millones se destinaron a países en desarrollo. Esta cantidad es mayor a los niveles actuales de ayuda oficial de todas las naciones donantes en su conjunto. Aunque, por supuesto, las remesas no son sustituto de la ayuda oficial. No sólo los receptores inmediatos se favorecen de esos recursos, sino también quienes ofrecen los bienes y servicios en que se invierte ese dinero. El efecto es elevar el ingreso nacional y estimular la inversión.
Las familias con uno o más miembros trabajando en el extranjero invierten más en educación y salud. Si son pobres –como la familia de la clásica película senegalesa El mandato–, obtener remesas puede introducirlas en los servicios financieros, como bancos, uniones de crédito e instituciones microfinancieras.
Cada vez más gobiernos comprenden que sus ciudadanos en el exterior pueden ayudar al desarrollo. Por consiguiente están estrechando sus lazos con ellos al permitirles doble nacionalidad, voto en el extranjero, expandir los servicios consulares y trabajar con migrantes para el desarrollo de sus comunidades. De esta manera, los gobiernos están multiplicando los beneficios de la migración. En algunos países las asociaciones de migrantes están transformando sus comunidades de origen al mandar recursos colectivos para apoyar proyectos de desarrollo en pequeña escala. Con frecuencia los migrantes exitosos se convierten en inversionistas en sus países de origen y promueven esa práctica. Con las aptitudes que adquieren también ayudan a transferir tecnología y conocimiento. La industria del software de India surgió en gran medida de las intensas interacciones de sus expatriados con los migrantes y los empresarios indios en su país y en el extranjero. Después de trabajar en Grecia, los albaneses llevaron a casa nuevos conocimientos agrícolas que les permitieron incrementar su producción. Y así sucesivamente.
Sí, la migración tiene su lado negativo, aunque irónicamente algunos de los peores efectos surgen del esfuerzo por controlarla: los migrantes irregulares o indocumentados son los más vulnerables a los contrabandistas, traficantes y otras formas de explotación. Sí, existen tensiones cuando los residentes establecidos y los migrantes están en la etapa de ajustarse uno al otro, especialmente cuando sus creencias, costumbres o nivel de educación son muy diferentes. Y sí, las naciones pobres sufren cuando algunos de sus ciudadanos cuyas capacidades son las que más se requieren –por ejemplo, los trabajadores de la salud de Sudáfrica– se “fugan” hacia el extranjero en busca de mejores salarios y condiciones.
Pero los países están aprendiendo a manejar esos problemas y pueden hacerlo mejor si trabajan juntos y aprenden uno del otro. Ese es el propósito del “diálogo de alto nivel” sobre migración y desarrollo que la Asamblea General llevará a cabo en septiembre. No se pedirá ni esperará que alguna nación ceda a otra el control sobre sus políticas o fronteras. Pero todos los países y gobiernos pueden obtener ganancias del debate e intercambio de ideas. Por eso espero que el diálogo de septiembre sea un principio y no el fin.
Mientras existan naciones habrá migrantes. Aunque muchos desean lo contrario, es parte de la vida. Así que no es cuestión de detener la migración, sino de administrarla mejor, con mayor cooperación y entendimiento de todas las partes. En vez de ser un juego en el que todos pierden, el fenómeno puede producir beneficios para todos.
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