CONTRATAPA

Siempre estarán allí

 Por Osvaldo Bayer

Absolvamos opinión y testimonio. La Argentina está sucia. Se mata impunemente a sus hijos en la calle. Las llamadas autoridades hablaron primero de un complot, del regreso de la guerrilla, de los terroristas contra la democracia, y cuando unos fotógrafos de coraje civil mostraron que los asesinos pertenecen a la propia policía de ellos, se deshacen en explicaciones. Y entonces sí, que el chivo expiatorio pague todos los pecados de la inmoralidad mafiosa que nos domina. Fue el comisario Franchiotti. Sí, bien, pero, ¿de dónde salió Franchiotti? ¿Por qué Franchiotti? Todo salió de Lomas de Zamora, la capital del duhaldismo. Lo dijo muy bien nada menos que un propio miembro de la Policía Bonaerense, por escrito, a quien oficia hoy como Presidente de los argentinos: “Para poner en caja a la Policía Bonaerense no se debe repetir nunca el episodio de mayor concesión de poder que se tenga en la fuerza, como lo fue durante la jefatura de Klodczyk, en la gestión del gobernador Duhalde”. Lo firma el comisario César Frutos, titular de la jefatura departamental de Quilmes de la “Maldita Policía” Bonaerense, calificación aceptada por todos.
En un momento difícil, cuando lo asesinaron vilmente al fotógrafo Cabezas, el gobernador Duhalde quedó al desnudo al utilizar un término usado por la mafia: “Me tiraron un cadáver”, dijo. No se conoce a ningún personaje limpio de la historia a quien le hayan “tirado un cadáver”. En general se le tira un cadáver a alguien para advertirle que la próxima vez le va a tocar a él. Es decir, por haber traicionado alguna norma de los intereses entre grupos, por haber faltado al cumplimiento de la palabra sagrada, o por no haber cumplido una promesa o una exigencia. “Me tiraron un cadáver”, dijo Duhalde. Pero no dijo por qué, quién lo hizo, y por qué justamente a él. Se hizo correr el dato que la otra fracción de la mafia estaba representada por el omnímodo Yabrán, amigo de Menem, pero al mismo tiempo de Jaroslavsky y prestador de dinero al radicalismo. La Bonaerense también está implicada en el caso AMIA, un hecho criminal donde se ensuciaron las manos las altas esferas, la política exterior y los servidores uniformados. Pero, pese a errores y sospechas constantes, Duhalde llegó a la Presidencia de la Nación, aunque ya había perdido el turno de candidato elegido en los conciliábulos eternos de la politiquería argentina.
Volteada la zoncera criminal de De la Rúa que llevó a la gente a la calle y donde decenas de habitantes murieron a tiros por la represión de los que tienen miedo, llegó –como decimos– en un juego con algo de ruleta rusa Duhalde como jefe de la Rosada.
Pero hete aquí que la gente sigue en la calle porque el país está destrozado moral y materialmente. No todos se pusieron de rodillas a la espera de que nos manden dólares para que algún argentino se los ponga en el bolsillo. No, hay gente que sigue y está en la calle. Así de simple. Y cuando Duhalde y sus peronistas y radicales se atoran, la gente llena más las plazas, las calles y los puentes. Y entonces se recurre a lo que siempre han hecho los gobiernos que no representan a nadie ni tienen ideales para gobernar. Meten bala. Pero antes crean conspiraciones.
El discurso del ministro del Interior, Matzkin, no tiene desperdicio. Es la página más interesante de alguien que tiene miedo y a la vez conspira en la maldad para ver si se salva. Aunque caigan protagonistas o testigos. La página de Matzkin deberá estudiarse en el futuro en todos los cursos de sociología, pero también de historia y antropología. Leerlo en todas las aulas como documento infalible de la canallada y el servilismo. Matzkin. A él lo conocí en un café de Santa Rosa, me explicaron que es allí donde trabaja en candidaturas y en ascensos y descensos. Buen oficio, Matzkin, buen oficio, justo para ser ministro del Interior de Duhalde, uno de los capos venidos a menos al que hay que salvar, no sea que los otros lo tiren como cadáver en la vereda del candidato por excelencia. Total somos todosperonistas y radicales. Matzkin. Demócrata experto. Por eso, cuando se produjo el vil asesinato de Darío y Maximiliano, él, como ministro del Interior, alertó a la gente de bien sobre lo peligroso que son los piqueteros. No dijo que se trata de gente que quiere trabajo y un poco de dignidad en la vida. No, son representantes de intereses extraños a la conciencia del país. Términos que ya se los escuchamos al desaparecedor Videla. Matzkin, con expresión varonil, bien custodiado y pertrechado, dijo al mundo entero: “Las acciones de Avellaneda no constituyen un hecho aislado sino que son el resultado de acciones concertadas que constituyen un plan de lucha organizado y sistemático, que puede llegar a amenazar y reemplazar la fórmula de consenso que la mayoría de los argentinos hemos elegido. Hay quienes prefieren el lenguaje de la violencia”. Claro, Matzkin dio vuelta el cuadro, porque el lenguaje de la violencia lo empleó la Policía Bonaerense y la Prefectura nacional (repito: nacional) que metió bala. Pero para Matzkin esto no tiene importancia. Después se tuvo que meter su discurso en el ancho bolsillo que posee. Pero el gordito recorredor de pasillos y salones presidenciales y gubernamentales prefirió no leer diarios, no escuchar la radio ni ver los noticieros televisivos. Total, ¿quiénes murieron?
Lo mismo que el inefable Atanasof, un nombre para gritar que por fin se calle. Esa tarde, antes de las pruebas de esos testigos del coraje civil, entre ellos los fotógrafos presentes, dijo estas palabras de política profunda: “Dentro de la ley, todo, fuera de la ley, nada”. ¡Ah, hombre! Claro, se hizo el que no veía cuando las “balas de la ley” asesinaron a dos jóvenes desarmados, justamente cuando uno estaba asistiendo al otro herido. No, pero para Atanasof primero está la ley, luego la vida, aunque esa ley esté disfrazada por los uniformes nada menos que de la Policía Bonaerense. O el inefable Eduardo Amadeo, que habló para decirnos: “Hay que aplicar la ley con prudencia”. Menos mal. Y acusó a los piqueteros de “una escalada de violencia que estaba planificada”. Le preguntaría al señor Amadeo qué hubiera hecho él si hubiese sido obrero en la lucha por las ocho horas. ¿Arrodillarse ante las balas radicales en la Semana Trágica o seguir la lucha para conseguir esa norma sagrada para los pueblos? ¿Pagar toda la deuda externa con el FMI o luchar por un trabajo, un techo y una escuela? ¿Cuál es la ley de la que habla el señor Amadeo?
Pera el vaso rebalsó de pequeñez y falsedad cuando Rückauf volvió a glorificar el decreto del ‘75 en el que se ordenó aniquilar la subversión y que firmó él, y así se trató de justificar los cobardes crímenes de las Tres A. En cualquier otro país con principios democráticos, un cinismo tal hubiera sido de inmediato castigado con la destitución: pero aquí es todo posible. Ese señor con la camisa manchada de sangre representa a la democracia argentina ante el exterior.
El rostro del comisario Franchiotti nos sirve para definir nuestra actualidad. Y el de su jefe, el comisario Mario Mijín, torturador durante la dictadura en el Destacamento Arana. Quiere decir que pese a las denuncias, la “obediencia debida y el punto final” de Alfonsín y sus radicales permitieron que una bestia humana así siguiera en la policía y fuera ascendido con Menem, con De la Rúa y con el mismo Duhalde, que lo llevó a la cueva policial de su barrio de Lomas de Zamora.
Eduardo Duhalde tiene ya “sus muertitos”, como decían los mexicanos cuando Echeverría ordenó la masacre de estudiantes de Tletalolco. Tiene ya sus asesinados. Jamás podrá sacar sus cuerpos del cofre de su automóvil ni de las valijas cuando viaje. Siempre estarán allí. Darío y Maximiliano no quedaron tirados en el asfalto. El pueblo los llevó a su tierra.

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