CONTRATAPA

Qué bello es sobrevivir

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Así habló George Bailey: “Ya sé, de acuerdo: yo no debería estar aquí, diciendo todo esto. Yo ya debería haber muerto al igual que todos. Como Mary, como el tío Billy, como Harry, como Sam, como Zuzu y como los pétalos de Zuzu. Polvo al polvo todos ellos o cenizas flotando en el aire del crepúsculo. Pero tal vez debido a una buena combinación de genes, tal vez consecuencia de algún resabio de radiación emitida por el aleteo de Clarence Oddbody, me ha mantenido clavado en este planeta, en Bedford Falls, mucho más tiempo del que me tocaba, una Navidad tras otra, sin poder salir de aquí, contando copos de nieve, todos diferentes de muy cerca, todos iguales de tan lejos”.

DOS “Y la Navidad, claro. Una tras otra tras otra, como un eco que no cesa, idénticas y distintas como los copos de nieve, como el automático y repetitivo perjurio de la nieve que nos obliga a ser felices por el complejo y sencillo motivo de que es otra vez Navidad, de que vuelve a nevar. ¿Y cómo fue que empezó todo esto? ¿Quién es el culpable de haber convertido la Navidad en sinónimo de redención milagrosa? A la hora de las acusaciones, se tiende a señalar, primero, a Charles Dickens, a ese escritor que creó al avaro y amargado y odiador de todo lo navideño Ebenezer Scrooge por el solo placer de, unas páginas después, convertirlo en un extático adicto a regalos y arbolitos y pavos. Después, claro, vengo yo. El pobre y sufrido George Bailey intentando una y otra vez dejar atrás Bedford Falls y, por una cuestión u otra, siempre imposibilitado de partir y ni siquiera pudiendo alejarme unos pocos kilómetros, por lo menos hasta Sad Songs, pero no... Siempre aquí, desde mi cada vez más lejano principio y hasta mi cada vez más incierto fin. Y mi nombre como antónimo perverso –porque yo no me muevo, porque yo permanezco inmóvil como una estatua– de esas breves pero poderosas corrientes migratorias que se producen durante unas fiestas que no se sabe muy bien qué es lo que en realidad festejan. ¿El impreciso nacimiento de un mesías turbulento del que no existe ninguna evidencia histórica más allá del recuento legendario de sus idas y vueltas en viejos papiros? ¿El desenfreno comercial como si se tratara de una epidemia propagada por un paciente cero que no es otra cosa que un hilarante beatífico gordo escarlata y explotador de elfos juguetones que trabajan más que los niños esclavos del Tercer Mundo? ¿La necesidad de volver a casa y colapsar aeropuertos para, una vez allí, comprobar que uno está tanto mejor lo más lejos posible del origen? ¿O tal vez la Navidad no es otra cosa que un cíclico rito de paso: soportar con estoicismo durante una noche lo que, se sabe, no habrá que soportar el resto de las noches del año? Quién sabe... La película que Frank Capra filmó sobre mi vida y a la que James Stewart puso rostro y dicción lenta (película que primero, como corresponde, fue un fracaso y que sólo fue elevada a tradición navideña a partir de mediados de los ’70 al comenzar a ser emitida por todos los canales porque alguien se había olvidado de renovar los derechos y no costaba nada llenar esas horas en que nadie quería trabajar y todos querían volver a casa) no explica el misterio pero sí insinúa, casi subliminalmente, la magnitud del espanto, la ambigüedad del fenómeno. Recuerden sin esfuerzo, porque la constante repetición de mi triste odisea de anti-Ulises vibra todos los 24 de diciembre en las pantallas de plasma del inconsciente colectivo planetario obligándolas al esfuerzo de expresarse en blanco y negro: ahí estoy yo cabizbajo junto al arbolito mientras toda mi familia me mira con preocupación primero y temor casi enseguida. Ahí voy yo corriendo por la nieve, yo pido no existir, yo recupero mi existencia y, en la última escena, todos me abrazan y yo lloro, pero no exactamente de felicidad porque el final no de mi vida aunque sí de mi película no es exactamente feliz: el malvado Mr. Potter no recibe ningún castigo y, se supone, yo debo convertirme en la persona más afortunada del mundo sabiendo que ya nunca podré salir de aquí y, para colmo, quedar en deuda con casi todos los habitantes de un pueblo a los que, de haberme salido alguna vez con la mía, jamás habría vuelto a ver en mi vida. Me han dicho que son muchos, que son legión, los que lloran durante esa última escena de la película que no es otra cosa que el comienzo del film secreto de mi eterna condena. No me sorprende, no me parece casual, que ningún ambicioso o descerebrado productor de Hollywood se haya atrevido (aunque alguien me dijo que alguna vez se filmó una versión femenina, pero no sé si estaba bromeando) a una secuela de Qué bello es vivir. Y es que, claro, nadie en su sano juicio, nadie en su enferma voluntad, se atrevería a ver cómo sigue la historia, la película, mi vida, mi infierno casi centenario. Nadie quiere ni siquiera acercarse al espanto de la siguiente Navidad de George Bailey donde, otra vez, caerá la nieve, pero no me visitará ningún ángel. Porque hasta el tarado del ángel que me fue adjudicado (un ángel de segunda clase) recibió el regalo de sus alas. ¿Qué recibí yo desde entonces? Poco y nada, me temo. A partir de ahí todos los diciembres fueron iguales: mi familia cantando espeluznantes villancicos y abriendo regalos y mirándome siempre de reojo, un poco atemorizados, preocupados porque papá o el abuelo o el bisabuelo o el tatarabuelo haya tomado las pastillas (ya casi no conozco a ninguno de ellos, ninguno de ellos viene a verme, mi apellido se ha extendido por el mundo y ha viajado todo lo que yo jamás viajé y rara vez vuelvo por Bedford Falls), no vaya a ser que se vuelva loco como en aquella Navidad en que salió corriendo dando gritos bajo la nieve y, por favor, que a nadie se le ocurra encender el televisor mientras, en las alturas, alguien presiona el interruptor y enciende la máquina secreta de fabricar nieve.”

TRES “Y la nieve, claro. Siempre la nieve. La nieve que cae sobre el trineo de la infancia de Charles Foster Kane. La nieve en las afueras de Dresde, lista para arder como una estrella sobre la cabeza de Billy Pilgrim. La nieve que cubre las calles porteñas por las que camina Juan Salvo. La nieve sobre la que esquían The Beatles mientras son perseguidos por los sicarios de una secta sangrienta. La nieve que se desprende de las esculturas de hielo de Edward Scissorhands. La nieve que, me dicen, es ahora una especie en extinción. La nieve que todo lo cubre, pero que nada oculta.”

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