Domingo, 18 de febrero de 2007 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Pero a partir de cierto día los discípulos de Zarrapastro notaron que las sentencias del Maestro ya no eran lo que solían ser.
A uno le dijo:
Tendrás vida eterna
Pero también sabañones
Y si no sabañones
Hemorroides serán
A otro le dijo:
Serás cóndor en Los Andes
Y te cantarán los poetas
Pero te volverás gorrión
Y te bajarán de un hondazo
El hombre se fue triste, caminado lento. Eso le permitió escuchar algo más que Zarrapastro le decía:
Ningún poeta te cantará
Acaso el barrendero
Llegado a su casa, el hombre se suicidó.
A otro le dijo:
Tendrás mujer hermosa
Tendrás hermosos hijos
Te matarán por tu herencia
Preocupados, los discípulos fueron a ver al Maestro. Le dijeron:
–Maestro, tus últimas sentencias nos abruman de tristeza. Uno de los nuestros, incluso, se ha quitado la vida. Maestro, quisiéramos saber qué ocurre.
Zarrapastro pidió tres días para pensarlo.
Pasado ese tiempo regresaron los discípulos. Dijeron:
–Maestro, venimos para saber la causa de tu cambio.
Zarrapastro dijo:
–No hay causa.
Los discípulos dijeron:
–Maestro, no podremos vivir en la incerteza.
Zarrapastro meditó largamente. Caía el sol cuando dijo:
–Jodansé.
Al día siguiente se fue a otro pueblo.
Lo echaron a patadas al tercer día.
Johnny Handle era una estrella. Ese día, como de costumbre, llegó tres horas tarde al set. Para eso era una estrella. Le explicaron la escena, ya que él no leía los guiones. Un novato de la mafia debía dispararle. Erraría, desde luego. Y él, Handle, lo dormiría de un cross.
Se sentía generoso esa mañana. Cuando vio al joven actor que haría de novato le preguntó si era su debut.
–Sí –dijo el novato–. Y es un honor rodar con usted mi primera escena.
–Oyeme bien –dijo Handle–. Sé verdadero. En este oficio hay que entregarse de verdad. Sólo si eres auténtico serás un actor como Dios manda.
El novato le tiró con balas verdaderas. Handle murió de inmediato. Pero era un actor y se permitió unas últimas palabras.
–Qué pelotudo –dijo.
Antes de ser electrocutado también el novato dijo sus últimas palabras:
–Soy un actor como Dios manda.
El Verdugo hizo su trabajo.
Joe Carter era detective privado y llevaba seis años sin resolver un caso.
Entonces cerró su oficina y decidió dedicarse a otra cosa.
No porque detestara el fracaso. Sino porque detestaba aburrirse.
Estaba borracho en un bar. Entró una rubia. Era hermosa, como todas las rubias de las historias con detectives.
–Sé que usted fue un grande –dijo ella–. Lo necesito.
–Nada me hará volver –dijo él.
–¿Ni tres mil dólares en billetes nuevos?
Joe Carter liquidó su drink.
–¿Qué hay que hacer? –con la boca ladeada, dijo.
–Creo que mi marido me engaña.
–Oiga, preciosa: estas historias son al revés. Es el marido el que llama al detective para que vigile a su esposa.
–No siempre.
–No pienso discutir eso.
–Carter, yo le traigo algo a su medida. Original. Nuevo.
–¿Qué hay que hacer?
–Ya preguntó eso.
–No esperes de mí palabras ni preguntas nuevas. No me quedan.
–Te diré qué hay que hacer. El me engaña con una rubia. Le ha comprado una mansión en las afueras de la ciudad.
Le dijo la dirección exacta.
–¿Sabrás llegar?
–¿Qué hay que hacer?
–Tienen sexo salvaje. Beben, se drogan y se entrelazan sin pudor en una cama con sábanas de seda negra.
–Me dedicaré un rato a mirarlos.
–Pero evitarás masturbarte.
–Tal vez. ¿Qué hay que hacer?
–¿Qué supones?
–Le pego un tiro al maldito traidor.
–No, yo lo amo y él me ama.
–¿Te ama y te engaña?
–Tanto, que se ha elegido una amante igual a mí.
–¿Por qué tanto trabajo entonces? Ya te tenía a ti en casa.
–Algo tiene esa perra que yo no.
–Bien, mataré entonces al maldito traidor.
–No, no a él. A él, te lo he dicho, lo amo. Mátala a ella y lo tendré otra vez conmigo.
–Tienes un trato, nena.
–Me voy.
–¿Cuál es tu nombre?
–Joanna. Pero puedes decirme...
–Lo sé: Joanna.
Días después llegó a la mansión. Miró a través de un ventanal. Un hombre y una mujer tan rubia como hermosa tenían sexo salvaje. Le sobraba el tiempo. De modo que se masturbó con un goce prolongado, sereno. Luego le disparó a ella una sola bala. En medio de su frente se dibujó un orificio final, perfecto.
Estaba, ahora, otra vez en el bar. Alguien se sentó a su lado. Carter, sin mirarlo, dijo:
–Eres el marido de Joanna y vienes a pedirme que, en venganza, la mate a ella. No pierdas tu tiempo.
–No pierdas tú el tuyo. No hagas lo que ya hiciste. Ya la mataste.
–Lo sospechaba. Era demasiado bella esa rubia que revolvía contigo esas sábanas negras. Sólo podía ser ella.
–Me sorprende que no la hayas reconocido.
–Fue por la masturbación. Me nubla la vista.
–Pero tu bala dio en el lugar exacto.
–No me masturbo cuando hago fuego. Oye, ¿por qué quiso ella morir?
–Estaba enferma. Y no tenía el coraje de suicidarse. ¿Entiendes?
–Entiendo.
–¿Puedo beber contigo? Estoy muy triste.
Carter pidió un par de gimlets. Alzó apenas su vaso y dijo:
–Por Joanna.
Bebieron.
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