Sábado, 24 de marzo de 2007 | Hoy
Por Susana Viau
La inflación trepaba y trepaba, había agitación en las calles, las protestas obreras expresadas en las coordinadoras sindicales cuestionaban la legitimidad de los cacicazgos gremiales burocráticos y corrompidos, las acciones parapoliciales sobresaltaban la vida cotidiana, sembraban el terror y diezmaban por el miedo la actividad política, social y cultural. De todos modos, faltaba mucho para que el país tocara fondo: la deuda externa andaba por los 6 mil millones y la desocupación era del 4 por ciento. Sin embargo, el poder se caía a pedazos de las manos de Isabel Perón, el golpe se olfateaba desde hacía meses, flotaba la sensación de estar jugando tiempo de descuento. Para algunos se trataba de un mal necesario mientras que para otros –la mayoría–, la intervención militar resultaba simplemente inevitable. “Inevitable” era sí la palabra más usada, se emparentaba con fatalidad y, claro, poco y nada se puede hacer frente a lo que está escrito. Por eso no hubo conmociones el 24 de marzo de 1976. En apariencia todo sucedió a la manera de siempre y con la suavidad de una transición. No más de un par de detalles insinuaron algo distinto en el putsch que –eso sí era novedoso– las tres armas llevaban a cabo de común acuerdo: los bandos que invitaban a los extranjeros a presentarse a las autoridades y los gendarmes apostados a las puertas de las embajadas. Buenos Aires se había convertido en reservorio del exilio sudamericano. Por lo demás, una ínfima minoría sabía del debate que se había producido en el seno de las tres armas. No estaba relacionado con el objetivo mayor, el aniquilamiento, sino con las formas: de una vez, como un relámpago punitivo, o de modo gradual hasta acabar con el “enemigo interno”. La ecuación medios-fines convenció a los mandos de la conveniencia de la segunda opción. No había cuarteles, cárceles, efectivos ni información suficientes para arrancar de cuajo “la pestilencia que vinimos a limpiar”, según definió en 1979 el religioso y pío brigadier Orlando Ramón Agosti al poner en funciones a su sucesor Omar Graffigna. En fin, todo es bien conocido y quizá tenga razón Borges cuando asegura que nombres, fechas, acontecimientos, patrias son “abalorios de la muerte” y lo que importa, de verdad, es estar en las vidas ajenas, ser espejo y réplica de quienes no pudieron alcanzar nuestro tiempo, ser su “inmortalidad en la tierra”. También fue Borges quien habló de “la cifra roja de los aniversarios”. En la que nos ocupa están calculados 30 mil desaparecidos y con ser muchísimos entre ellos no figura, por ejemplo el comandante del ERP José Manuel “Francisco” Carrizo. No debe ser la única ausencia. Es probable que por esa causa y porque la inteligencia administrativa de la represión no admite listas con espacios en blanco, desde hace seis meses, en la nómina haya sido incluido el nombre de un anciano cuyo DNI lo consigna como Jorge Julio López.
Las fotos que ilustra esta página corresponden a un ensayo gráfico sobre el 31 aniversario del último golpe de Estado, que puede ser visto completo en la página web de este diario (www.pagina12.com.ar)
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