CONTRATAPA

Releer

 Por Rodrigo Fresán
desde Barcelona

UNO “Lo único que importa es la relectura”, dice Michael Ondaatje que dijo Vladimir Nabokov en las páginas de Divisadero, novela que ahora estoy leyendo por primera vez pero que no dejo de releer mientras la voy descubriendo sabiendo que, seguro, la releeré tantas veces.

Y el otro día volvieron a hacerme la más inteligente de las preguntas tontas o la más tonta de las preguntas inteligentes. A saber: “¿Qué libro te llevarías a una isla desierta?” La pregunta me la hicieron los organizadores del festival literario de Parati (FLIP) en Brasil, donde en unos días iré a responderla en persona sin, espero, necesidad de naufragar antes. Y esta pregunta (que el escritor Eduardo Mendoza desmontó con un tan ingenioso como lógico “Si tuviera que llevarme un solo libro a una isla desierta, preferiría morir en el naufragio”) es, en realidad, una pregunta bastante tramposa. Tramposa porque, automáticamente, lleva a responder con títulos que uno considera posibles de numerosas relecturas pero cuya eficacia práctica es puramente teórica. Es que entonces, por lo general, uno responde con opciones a futuro cuando lo lógico sería pensar en ese libro que uno ya ha leído varias veces en tierra firme y disponiendo de múltiples posibilidades, al alcance de la mano, en esa biblioteca que nunca se hunde y que flota mejor que cualquier barco.

DOS Y la relectura es una actividad que suele relacionarse, erróneamente, con la madurez y el crepúsculo. La idea de que recién ahí, sabios por antigüedad, releeremos lo que alguna vez leímos y comprenderemos todo del todo. Pero no: cuando más releemos –hasta la exasperación, sin desmayo, felices por repetir– es durante la infancia. Primero son nuestros padres quienes –cada vez más agotados– nos releen nuestro inagotable cuento favorito y después nosotros que, sin saber leer, lo recitamos de memoria y luego, habiendo decodificado el perfecto misterio del alfabeto, repasamos con los ojos lo que alguna vez vivimos con el oído. Y ayer vi en la CNN a Paris Hilton releerle a un resignado Larry King fragmentos de su diario carcelario. Prosa infantil con voz de nena, como si ahora fuera la niña quien quisiera dormir al anciano.

TRES Y no hace mucho leí –y ahora estoy releyendo– un libro del gran crítico norteamericano Sven Birkerts titulado Reading Life: Books for the Ages. El concepto del libro es tan sencillo como fascinante: Birkerts recuerda primero –en sucesivos ensayos– aquellos libros que, durante su juventud, le cambiaron la vida. Birkerts evoca la inolvidable impresión que le causaron, por ejemplo, El guardián entre el centeno, de Salinger; Madame Bovary, de Flaubert; Lolita, de Nabokov, y hasta la fascinante y reiterada imposibilidad de avanzar en Los embajadores, de James. Y luego, aquí y ahora, los relee y cuenta y se sorprende tanto por lo que cambió –por lo que cambió él– como por lo que seguirá allí para siempre. “A veces pienso que el trabajo a largo plazo de la lectura es el de descubrir, uno a uno, aquellos libros que guardan los elementos desparramados de nuestra naturaleza”, apunta Birkerts al final de la introducción. Y aquí y ahora a mí se me ocurre que releer es como hacer memoria con la ayuda de otros cerebros. Inteligencias superiores intentando ayudarnos a tener una vida mejor o, por lo menos, a hacerla mejor soportable y que –leyendo– nos parezca tanto mejor escrita de lo que en realidad está.

CUATRO Porque si bien la realidad no deja de releerse a sí misma, lo cierto es que sus tramas dejan mucho que desear. Y los últimos días han abundado en relecturas. Los mandatarios europeos releyeron el fallido proyecto de constitución europea y decidieron cambiarle el nombre y acortarlo. Los Clinton “releyeron” para Youtube la polémica (a mí me encantó) última escena en el episodio final de Los Soprano (me inquieta un poco que, aunque sea en broma, un ex presidente y una aspirante a futura presidenta se pongan en el lugar de un matrimonio de mediocres mafiosos). Putin –con una ayuda de Bush– parece empeñado en hacernos releer los días más calientes de la Guerra Fría. La CIA desclasificó los informes donde se informa acerca de sus actividades en los años ’60 y ’70. Operaciones poco limpias a las que los hombres de “La Compañía” se refieren, con siniestra gracia, como a “las joyas de la familia”. Nada que no se supiera ya, está claro. Pero causa gracia pensar que todo esto ya sabido y que cualquier ciudadano del mundo leerá releyendo será toda una novedad para más de un ingenuo norteamericano de bien convencido de que sus presidentes y gobiernos jamás pudieron haber ordenado cosas así. Y es que ciertas relecturas producen un efecto curioso, un fuera del tiempo y del espacio. Esa es la verdadera genialidad del film futurista Blade Runner –que por estos días cumple un cuarto de siglo– al haber promovido por primera vez la idea de un futuro retro donde conviven los autos voladores con los ventiladores a hélice. Su otro hallazgo –el que las máquinas fueran más sensibles, más humanas que los humanos– no es otra cosa que una relectura de Ridley Scott sobre la computadora HAL 9000 de Stanley Kubrick en 2001: Odisea del Espacio. Posiblemente la película que más veces he visto en mi vida. Pero releer una película –o una canción como “A Day in the Life” de Los Beatles, ese otro brillante artefacto sobre el tiempo perdido y recuperado mientras se relee en el recuerdo la primera plana de un diario inglés– no es lo mismo que releer un cuento o una novela. Y ahora que lo pienso, nunca me preguntaron qué película o qué canción me llevaría a una isla desierta. Y, claro, enseguida me respondo: en una isla desierta no tiene por qué haber electricidad. Por suerte, los libros –más allá y por encima de modas pasajeras– continúan siendo unplugged o, mejor dicho, funcionan alimentados por la electricidad de nuestros cerebros. Esos que de tanto en tanto hacen cortocircuito.

CINCO Y por si a alguien le interesa: el libro que escogí –mi respuesta a la pregunta, y del que leeré un fragmento– es Matadero 5 de Kurt Vonnegut. Volví a leerlo semanas atrás, buscando una frase para el obituario de su autor. Y lo tenía tantas veces leído que no demoré ni un minuto en encontrarla. Es ésta y vuelvo a escribirla aquí por el sólo placer de releerla: “Los libros tralfamadorianos eran ordenados en breves conjuntos de símbolos separados por estrellas. Cada conjunto de símbolos es un tan breve como urgente mensaje que describe una determinada situación o escena. Nosotros, los tralfamadorianos, los leemos todos al mismo tiempo y no uno después de otro. No existe ninguna relación en particular entre los mensajes excepto que el autor los ha escogido cuidadosamente; así que, al ser vistos simultáneamente, producen una imagen de la vida que es hermosa y sorprendente y profunda. No hay principio, ni centro ni final, ni suspenso, ni moraleja, ni causa, ni efectos. Lo que amamos de nuestros libros es la profundidad de tantos momentos maravillosos contemplados al mismo tiempo”. Y llegado este punto, por supuesto, decido seguir leyendo, releyendo, y buen viaje.

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