Lunes, 9 de julio de 2007 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
desde Barcelona
UNO Tal vez sea idea mía –tal vez por estos días y sus noches tenga la cabeza y el cuerpo en otros asuntos adultos e infantiles–, pero me da la impresión, a pocas jornadas del magno evento, que la salida a la venta de la última y final aventura de Harry Potter no está produciendo el mismo volumen de expectativa o caudal de histeria informática que en otras ocasiones, durante el estreno de anteriores entregas.
Y no es que la inminente aparición en idioma inglés de la séptima aventura –las más de 700 páginas de Harry Potter and the Deathly Hallows arrasarán en las librerías del mundo todo el próximo 21 de julio– no haya merecido ya abundante centimetraje en diarios y revistas y cuantioso minutaje en noticieros y afines. Se han certificado otra vez –es cierto– la ruptura de records de ejemplares ya reservados, los tiradas millonarias y los royalties a facturar que han convertido a J. K. Rowling en la escritora (o escritor) más rico en toda la historia de la humanidad. Todo lo contrario. Pero me parece –tal vez los chicos crecieron y haya que esperar al recambio– que el efecto no es el mismo. Lo que no quita que una importante cadena de librerías inglesas (el asunto recuerda a esas ambulancias con enfermeras falsas que William Castle estacionaba frente a los cines donde estrenaba sus películas de terror) haya publicitado un número telefónico. El de un consultorio de emergencias donde los jóvenes lectores podrán recibir asistencia psicológica gratuita para superar la depresión del fin del camino (sendero que muchos vienen recorriendo desde 1997 con la publicación casi en secreto del primer libro y muchísimos desde 1999 con la publicación del tercero y el estallido de la Pottermanía) así como el pánico a la hipotética muerte del héroe. Porque de eso se trata la cosa: Rowling –denostada por Harold Bloom, alabada con reparos por Stephen King, considerada “demasiado derivativa” por A. S. Byatt y perseguida por feministas que la consideran un vocero del chauvinismo y por fundamentalistas religiosos por promover la brujería entre los infantes y por progres que denuncian su visión de una Inglaterra añeja e imperial de castas que caricaturiza y se burla de todo espécimen “normal” de la clase media trabajadora– ya anunció que a la hora del examen final en Hogwarts correrá abundante sangre. Rowling afirmó –aunque terminó de escribir Harry Potter and the Deathly Hallows recién el pasado enero– que el último capítulo ya estaba redactado desde hace años y guardado en una caja de seguridad y que poco y nada ha cambiado. Y cuando se le preguntó a la autora si será derramada la sangre de Harry, ésta sonrió bruja y dijo: “Sería una manera de asegurarme de que en el futura nadie escriba secuelas con el mismo personaje”. Es decir: no tomarás el nombre de Harry en vano. Pero la verdad que a mí me parece un poco raro que –existiendo un colegio secundario para brujos– no exista una universidad. Es decir: ¿dónde cuernos estudiaron los profesores de Hogwarts y –de no haber estudiado ninguna carrera– cómo hicieron para conseguir ese trabajo? Aunque –tengo que reconocerlo– yo no leí todos los libros de Harry Potter y tal vez me esté preguntando nada más que idioteces de muggle, de apenas iniciado, de un tipo que se alegra de ver a miles de niños con libros en las manos pero a quien le preocupa un poco que esos libros sean siempre los mismos. O algo así.
DOS Porque uno de los temas que trajo la Pottermanía fue la alegría de que los niños dejaran por un rato los artefactos electrificados y descubrieran el placer unplugged de la lectura. El que esta nueva compulsión –la lectura como moda– se limitara a leer varias veces el mismo libro con desesperación de junkies a la espera de la nueva dosis, o matando el tiempo con el revival Frodo, o con cualquiera de los miles de subproductos epigonales con hechiceritos y dragones no parecía inquietar a muchos y se apostaba en el funcionamiento de Rowling y Tolkien como trampolines hacia otras tierras. No sé pero a mí me parece que algo no salió del todo bien y todavía estoy esperando la alegría de encontrarme con David Copperfield, El hombre que fue jueves, Sandokán o El guardián entre el centeno en las listas de best-sellers.
Y tal vez el verdadero impacto del fenómeno Harry Potter haya sido el de cambiar el signo de la lectura infantil, del cómo leen los niños y (en esta ocasión en particular) de cómo leen los adultos los libros de niños no a los niños sino (llegando a editarse versiones con portadas más “maduras”) a sí mismos o a ese niño que les gustaría volver a ser. Ese niño que alguna vez fueron y que –en muchos casos– no tocó un solo libro infantil cuando era el momento justo y perfecto para abrazarlos con fuerza.
TRES Así, la potterlectura como algo que no se parece en absoluto a aquello que describe amorosamente Marcel Proust en su ensayo Sobre la lectura o Francis Spufford en The Child That Books Built o –-recientemente– el español Santiago Alba Rico en su magistral y apasionante y graciosísimo y amorfo Leer con niños (Caballo de Troya). Así, los potterlectores como organismos que leen no para estar solos y construir en su cabeza su propia versión de los hechos (sí ha quedado documentado que los días en que salen a la venta los libros disminuyen en un 50 por ciento los accidentes domésticos infantiles) sino como seres que sólo quieren llegar al final para salir corriendo y comentarlo con alguien que indefectiblemente hará lo mismo y de ahí a la película, al videogame y a volver a leer de nuevo el mismo libro en un loop enloquecido. Y es ahí cuando sí se lastiman, pienso. Me pregunto cuántos de los pequeños fans de Harry Potter crecerán para convertirse en escritores (ya ha sido documentado el caso de una niña adicta que escribió su propia versión de Harry Potter y que ha sido fichada por una importante editorial) y me respondo que, tal vez, varios de ellos se conviertan no en entusiastas narradores sino en astutos editores a la caza de la próxima J. K. Rowling y de un nuevo principio.
CUATRO ¿Y el final? Bueno, ya falta poco, a no desesperar. En lo que a mí concierne me gustaría que Harry Potter derrotara a Lord Voldemort. Pero que enseguida –enloquecido por la hazaña de su triunfo– se sublevara y que tomara Hogwarts por asalto. Y que se recluyera allí con un puñado de fieles incluyendo a Hermione y a Ron. Y que se convirtiera en un hechicero mesiánico con su alucinado corazón cubierto de tinieblas. Y que un día un cónclave de brujos eligiera a un enviado para que viaje y lo enfrente y –-casi con la bendición del gran rebelde– lo mate. No tengo claro aún si este verdugo regresará con sus patrones o se quedará en las ruinas de Hogwarts ocupando el sitial de Harry Potter. Tampoco tengo claro cuáles serán las últimas palabras del ángel caído. ¿“El horror.. El horror...? No lo creo. Tendría que ser algo mucho menos contundente pero sí más didáctico y evangélico. Me gustaría que entonces Harry Potter mirara a sus lectores fuera del libro y les explicara que ése no es el final, mis amigos. Y que allí, cerca, agotado su Había una vez... les espera un Habrá otras veces. Muchas veces. Y que ahora, por fin, los libera de su hechizo para que corran a buscarlas. Y puedan abrir las puertas de tantos otros libros. Y que –entrando en ellos– salgan a jugar.
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