Lunes, 9 de julio de 2007 | Hoy
Por Javier Lorca
¿Qué factores sociales, históricos, estructurales debilitan a la democracia argentina, la sumergen en sus dramas y crisis recurrentes? En La dinámica de la democracia, la decena de artículos compilados aborda la cuestión desde tres perspectivas: representación, instituciones y ciudadanía. El capricho lector elige dos textos para detenerse. En el suyo, Osvaldo Iazzetta analiza los atributos vernáculos del decisionismo, retomando aquel concepto que –ideado por Carl Schmitt– designa la concentración de poder en manos de un mandatario. Revisando sucesivos apegos al decreto como instrumento ordinario, pasando por las presidencias de Menem, De la Rúa y Kirchner, observa que el decisionismo local “puede cobijar políticas divergentes” –más a la derecha o más a la izquierda–, encarnar en gobiernos fuertes o débiles. La caracterización le permite al autor desarticular lo que hace pocos años se postulaba como una tríada indisociable: decisionismo, neoliberalismo y tecnocratismo. Entre los rasgos comunes a los diversos casos, identifica liderazgos precedidos por severas crisis económicas, la inclinación a gobernar con poderes especiales, una concepción de la autoridad que reivindica “la decisión sobre la deliberación”. Pero –argumenta Iazzetta–, el caso kirchnerista introduce matices: la recomposición de la Corte Suprema, la reglamentación de los decretos de necesidad y urgencia, los llamados “superpoderes”, la renuencia del Presidente a conducir su partido, el debilitamiento del rol de los técnicos en su gestión. La “hibridez” de esas medidas se traduce en apoyos y rechazos, entre otros: sectores progresistas que valoran ciertas innovaciones por sobre su reflujo decisionista, sectores que reclaman calidad institucional para, en realidad, oponerse a aquellas innovaciones. Como cierre del artículo, un dilema: si al salir de la crisis “la concentración de recursos de autoridad resulta necesaria para salvar la democracia”, la persistencia del decisionismo “puede convertirse en un obstáculo para perfeccionar su institucionalidad”.
Asediando también a los dilemas de la representación, retomando ideas esbozadas por Oscar Landi, Eduardo Rinesi elige concentrarse en las palabras, el orden simbólico de la vida política. Si en su momento Alfonsín logró articular un decir capaz de organizar el debate público, Menem en cambio construyó un pacto con la ciudadanía “sostenido más sobre un sistema de guiños de complicidad y gestos... que sobre la coherencia argumentativa de un discurso”. La crisis de 2001 sería, desde esa mirada, una tentativa ciudadana de saltar el corralito político, cuestionamiento social a las restricciones de una democracia delegativa y menguada. “Reconstruir –después de diciembre y en medio de la crisis– ese espacio de una palabra política tan duramente maltratada era y es un imperativo fundamental en la tarea de rediseñar las coordenadas de un orden político legítimo.” Para Rinesi, Kirchner dio tres pasos decisivos. Primero, relativizó el discurso político que venían construyendo los medios de comunicación y “esto a través del simple expediente de hacer algo que a los poco imaginativos políticos argentinos simplemente no se les había pasado por la cabeza: no ir a la televisión”, por tanto, no adoptar ni la gramática ni los contenidos regidos por la TV. El segundo paso de Kirchner, siguiendo el sendero trazado por Duhalde, fue “emancipar la palabra política del fortísimo corset en la que la había aprisionado el lenguaje técnico de la economía”, hegemónico en los ’90. En tercer lugar, Kirchner pronunció palabras cargadas: proyecto nacional, oligarquía, dijo “perdón” en nombre del Estado. Recuperando ahora ideas de Horacio González, Rinesi advierte que Kirchner, al usar su palabra para marcar la cancha, abusó de cierta levedad, dejando escapar significados. “Es tan necesario para la suerte política de Kirchner como para el destino de la democracia argentina que el espacio público vuelva a poblarse de palabras, de argumentos y de discusiones intensas y sagaces.” ¿Por qué? No sólo por el derrotero que le tocará en suerte a un gobierno, sino porque, en caso contrario, “la ciudadanía argentina dilapidaría el más precioso capital atesorado durante las grandes movilizaciones de hace cinco años”.
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