Sábado, 8 de septiembre de 2007 | Hoy
Por Sandra Russo
El lunes pasado, a la noche, vino Pablo Ramos a mi taller de escritura para hablar sobre el proceso de La ley de la ferocidad, su última novela. Habíamos leído todos El origen de la tristeza, ese hilvanado de cuentos que hizo despegar el nombre de Pablo del resto de los nombres de su generación y lo ubicó junto a los “innegablemente escritores”. Hace mucho tiempo que la publicación dejó de ser el hito que convertía a una persona que escribía en escritor. Las editoriales han entrado de lleno en las leyes del mercado y publican cualquier cosa que se venda. Pero el autor... ah, el autor, como rezan los contratos básicos, sigue no obstante siendo el que les recuerda a los editores por qué se dedicaron a ese trabajo; el autor les trae a los editores noticias de su pasado, de sus antiguos amores, porque no son ellos, después de todo, quienes deciden qué publica la editorial, sino las “políticas editoriales”.
En el medio de todo ese entuerto que aleja muchas veces a la buena literatura de sus lectores naturales, es milagroso que emerja un Pablo Ramos. Pertenece a ese tipo de escritores animales, como Carver, a ese tipo de extraños seres humanos que no podrían sobrevivir si no trasladaran a formas narrativas la energía interna que los carcome. También como Carver, Pablo empezó a dedicarse a “escribir en serio” a los 35 años, y también como para Carver, “dedicarse a escribir en serio” significó dos cosas: el intento de deslizar el alcoholismo hacia un lugar creativo, y la disposición, la entrega, cierto fanatismo para abandonarse en el universo de la ficción. Tanto Carver como Pablo escribieron más de veinte versiones de sus cuentos.
Y así como Carver se enternecía cuando describía el aspecto de agente del FBI de su maestro, John Gardner, Pablo se sonríe desde algún núcleo duro cuando habla de Liliana Hecker, su maestra. Durante mucho tiempo Pablo fue becado al taller de Hecker. Hace muy poco, charlando con ella, le pregunté por Pablo y su experiencia de tenerlo en el taller. Se llevó la mano al corazón.
El lunes, Pablo habló de la importancia de tener un maestro, una maestra: alguien que te lea y en quien vos confíes. Y me pareció que así como en narrativa forma y fondo son la misma cosa, hay un instante en la vida en el que algunas coordenadas permiten la redención de cualquiera. Que en ese instante que no se anuncia y sucede, hay que estar listo y con el proceso de limpieza ya empezado. Que cuando estamos atrapados en algún laberinto, no debemos dejar de buscar la salida, aunque el mismo nombre del laberinto nos desaliente. Que en eso, en definitiva, consiste la lógica de la esperanza: en estar listo cuando llegue ese instante en el que alguien o algo nos abra mejores. Pablo se encontró con la ficción. Y con Liliana Hecker.
La pasión loca y desmedida que Pablo transfiere a la escritura es, según él mismo explica moviendo las manos como quien sostiene una enorme palangana, la misma que estaba puesta en el alcohol. Transmutación. Parece no tener que hacer en la vida más que escribir. Vivir para escribir. No es el resultado de un contrato, como efectivamente podría ser, ya que ha habido algún ofrecimiento rechazado. Es el fruto de una decisión vital fuera de época. Una consagración laica o hasta profana pero profundamente espiritual. Quizá a Pablo lo acompañen las almas que rodeaban el cementerio de Avellaneda y el de la Chacarita. Al lado de uno creció y sobre el otro escribió. La escritura de Pablo es así: arrancada. Pero arrancada a la muerte.
El origen de la tristeza fue escrita en máquina de escribir, y las o terminaron agujereadas. Los originales estaban llenos de agujeros negros. Signos de una desesperación por desprenderse de o que había que escribir. Una escritura hija del éxito de las coordenadas, cuando en la vida de Pablo no estaba previsto ningún éxito interno.
A mí me gustan los escritores como Carver o Ramos porque lo que escriben me interesa y les creo, les creo la sordidez, la rugosidad, la sequedad, el patetismo, lo triste y lo feroz de la vida. Entreví varias veces lo triste y lo feroz de la vida, y cuando leo a Carver o a Ramos lo que percibo es que nuestras partes heridas no son errores, son constancias de quienes somos.
Pero también me gustan porque los dos son escritores socialmente testigos de un lado desarreglado de la condición humana. Porque ven la hendidura por la que sale pus, y la escriben. Porque no usan fórceps para contar historias simples y en las que, sin embargo, algo horrible o algo hermoso se cuela. Y porque no provienen de escuelas de lujo ni de universidades prestigiosas, contra las que no tengo nada. Pero tanto Carver como Pablo son la prueba de que la escritura es un síntoma y no un ejercicio diplomado. Que el que tiene que escribir escribe. Que no hay problemas de horario ni cansancio de cervicales cuando estos animales narrativos tienen que hacerlo. Que quien ha trabajado de cualquier cosa y no ha terminado el secundario y ha dormido en la calle puede estar listo cuando llegue ese instante en el que rigen algunas coordenadas, y puede también y en consecuencia parir una escritura que nos hable mientras nos dice. Y el talento, finalmente, es el cisne que tantas veces hace vida de pato.
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