CONTRATAPA

Tienes muchos e-mails

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO

Todas las mañanas de mi vida me acuerdo de aquella película con Meg Ryan y Tom Hanks –una comedia romántica llamada Tienes un e-mail que reescribía con cierta astucia a un clásico de Ernst Lubitsch– donde más o menos se nos decía que la destrucción de las pequeñas librerías de barrio por las megalibrerías planetarias estaba bien siempre y cuando fuera en nombre del amor o algo así.

Pero, en realidad, de lo que más me acuerdo es de la optimista singularidad en el título del film y de la alegría de los protagonistas cada vez que recibían un e-mail en un mundo paralelo, donde todos los e-mails eran importantes y nada más que para ellos y siempre firmados por alguien que les importaba. Es decir, ya saben: en el cine siempre se consigue estacionar rápido en la calle y todos los e-mails son importantes. Y son para uno y nada más que uno.

DOS

La realidad es otra cosa y así mi historia es la de cualquiera: me levanto, me doy una ducha y hago click en recibir y entonces –aprovechando a los conocidos y amistades que abren la puerta– se cuela el aluvión zoológico y cibernético que entra a las patadas. Hoy, por ejemplo. Una breve lista de invitados indeseables que –por esas cosas de la dirección promiscua o violada– acaban de llegar a mi casilla para sacarme de mis casillas. Uno que me pregunta “¿Qué pasa, Fresán? ¿Vida sexual aburrida?”, y me ofrece tres pulgadas extra (variaciones de la jornada sobre este tema: “Vagina Destroyer”, “Todo lo que quiero para Navidad es tenerla más grande”, “Ultimate Sexual Machine” y mi favorita: “Que tu pene sea como un faro que se ve desde muy lejos”). Después uno que me ofrece hacerme rico jugando en un casino on-line, otro que me insta a invertir YA en acciones de un medicamento revolucionario que curará toda enfermedad y un tercero que me felicita porque “su formulario ha sido aceptado” y así me he hecho beneficiario de un crédito para mi empresa. Después, varias convocatorias a presentaciones de libro al otro lado del Atlántico y el inevitable redactor que me encarga artículo especificando tema, número de caracteres y fecha de cierre, pero que en ningún momento explica cuánto y cuándo y cómo piensa pagarme. Lo que sigue es un bonito catálogo de antidepresivos y Viagra y adelgazantes donde las diferentes pastillitas aparecen retratadas en colores pastel y formas graciosas. A continuación, solicitadas a favor y en contra de la quema de fotos del rey y de su familia, en contra y a favor de la permanencia de Ronaldinho en el Barça, esas cosas. Luego, una cariñosa carta de una chica rusa más que dispuesta a venirse a vivir a mi casa para iniciar “una bonita amistad”. Y, como cierre, el comunicado casi diario de un corresponsal misterioso que día tras días se encarga de detectar y enviarme “pruebas irrefutables de que el mundo se está fresanizando”. Alguna vez me hizo llegar la noticia de que un Goofy había sido asesinado en Disney World y hoy toca algo sobre el creciente éxito de juguetitos con motivos bíblicos en Estados Unidos. Para entonces yo ya necesito un café fuerte y oscuro. Grande. Y otra ducha. Larga. Y luego de haber limpiado la pantalla, cansado de darle una y otra vez al circulito rojo de Eliminar, me pongo a leer despacio, como si se tratara de exquisitos y muy caros bombones, los pocos y sentidos e-mails de gente que conozco y quiero y extraño. Y tengo que decirlo: ninguno de los remitentes tiene el mal gusto de referirse a los e-mails como emilios.

TRES

No siempre fue así, está claro. Hubo un tiempo en que todo mensaje era importante y necesario y el afuera –el ruido blanco de las teclas desconocidas– quedaba y se queda afuera. Y nuestra dirección era nada más que nuestra y se entregaba a unos pocos como si se tratara de una contraseña. Después, enseguida, nuestro paradero comenzó a circular de agenda en agenda, fue secuestrado por bases de datos o entregado en esos e-mails grupales donde aparecemos indefensos ante todo aquel que quiera abducirnos y de ahí que ahora seamos como una de esas fiestas a las que todos se invitan sin traer nada.

Días atrás leía en Exit Ghost –la nueva novela de Philip Roth– el raro orgullo de su protagonista, el escritor Nathan Zuckerman, por no tener e-mail y así llevar una vida auténticamente ermitaña lejos de todo y de todos. Zuckerman tampoco tiene teléfono móvil y no diré que es un tipo feliz, pero al menos sufre sin ayuda de polucionantes y tóxicos exóticos que le ofrecen alargar su sexo sin saber que él sufre impotencia e incontinencia. La misma incontinencia de los que no dejan de producirnos la impotencia de sabernos invadidos. A eso se refería alguien (que no sé quién es) en una nota enviada (vía e-mail) por alguien que sí sé quién es (amigo) publicada en algo llamado The Intellectual Situation y que se refería al modo en que las costumbres se han ido deteriorando en lo que al uso del e-mail se refiere. Esta persona evocaba la edad dorada en que –con aquel iniciático cosquilleo sci-fi– todo mensaje contaba y nos hacía sentirnos cerca de lo distante o más vecinos a lo cercano. Y, de pronto, el descubrimiento de que “toda nueva y eficiente tecnología acaba demandando más tiempo del que se supone ahorra, porque alimenta nuevas expectativas en cuanto a lo que una persona puede llegar a ser y a hacer”. Y así recibimos no sólo espasmódico spam que nos gasta los ojos sino una cantidad de mensajes innecesarios que nos gastan los dedos. Porque es de personas de bien responder –aunque sea con apenas una línea y sin acentos– en el acto. Y así uno descubre que ha perdido por lo menos una hora diaria de su vida (leo que Nietzsche recomendaba no más de una hora semanal para la correspondencia, cada minuto de más era considerado algo nocivo para la salud). Una hora que uno ya no recuerda en qué usaba (seguro que no leyendo tonterías o intentando conseguir el tono justo), pero seguro que jamás respondiendo, aclarando despacio y en detalle algo que se malinterpretó (no hay nada menos sutil y expresivo que el e-mail donde no se nos permite calibrar caligrafías y trazos y qué feo es tener que poner ese ja! una y otra vez, por las dudas, no vaya a ser que...) porque “uno apretó Enviar y ya es demasiado tarde. Y es demasiado tarde porque fue demasiado pronto”. De ahí que el e-mail sea el medio perfecto para pelearse o para flirtear. La inmediatez de la patada de larga distancia y la levedad eléctrica de un doble sentido que mantiene invisible el rubor en las mejillas. Lo que vuelve a llevarme a Meg Ryan y a Tom Hanks. A aquel tiempo en que el e-mail era un recurso romántico y no se había convertido aún en elemento kafkiano de tanto thriller cibernético o de una realidad donde, no hace mucho, el genio autor de un crimen perfecto fue atrapado porque no pudo evitar la tentación de alabarse a sí mismo bajo un alias y a través de e-mails que pensaba imposibles de rastrear hasta las huellas digitales en la punta de sus dedos.

Otra vez, insisto: envidiar a aquellos dos enamorados que –vean de nuevo la película– cada vez que van a revisar su correo tienen nada más que un mensaje. Ese mensaje que están esperando –o ese anónimo personal e intransferible– con la misma alegre ansiedad que en el pasado se aguardaba junto al portal la llegada de un cartero con mucho de Papá Noel para acceder a la felicidad –o al romántico desvanecimiento– pero nunca al cansancio. Nada más y nada menos. Eso es (era) todo. Y, por supuesto, nadie les ofrece agrandarse las tetas o aliviarse su depresión con una nueva y revolucionaria variedad de Prozac mientras yo, ahora, envío esta contratapa.

Por e-mail.

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