Viernes, 28 de septiembre de 2007 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
Pero, en realidad, de lo que más me acuerdo es de la optimista singularidad en el título del film y de la alegría de los protagonistas cada vez que recibían un e-mail en un mundo paralelo, donde todos los e-mails eran importantes y nada más que para ellos y siempre firmados por alguien que les importaba. Es decir, ya saben: en el cine siempre se consigue estacionar rápido en la calle y todos los e-mails son importantes. Y son para uno y nada más que uno.
Días atrás leía en Exit Ghost –la nueva novela de Philip Roth– el raro orgullo de su protagonista, el escritor Nathan Zuckerman, por no tener e-mail y así llevar una vida auténticamente ermitaña lejos de todo y de todos. Zuckerman tampoco tiene teléfono móvil y no diré que es un tipo feliz, pero al menos sufre sin ayuda de polucionantes y tóxicos exóticos que le ofrecen alargar su sexo sin saber que él sufre impotencia e incontinencia. La misma incontinencia de los que no dejan de producirnos la impotencia de sabernos invadidos. A eso se refería alguien (que no sé quién es) en una nota enviada (vía e-mail) por alguien que sí sé quién es (amigo) publicada en algo llamado The Intellectual Situation y que se refería al modo en que las costumbres se han ido deteriorando en lo que al uso del e-mail se refiere. Esta persona evocaba la edad dorada en que –con aquel iniciático cosquilleo sci-fi– todo mensaje contaba y nos hacía sentirnos cerca de lo distante o más vecinos a lo cercano. Y, de pronto, el descubrimiento de que “toda nueva y eficiente tecnología acaba demandando más tiempo del que se supone ahorra, porque alimenta nuevas expectativas en cuanto a lo que una persona puede llegar a ser y a hacer”. Y así recibimos no sólo espasmódico spam que nos gasta los ojos sino una cantidad de mensajes innecesarios que nos gastan los dedos. Porque es de personas de bien responder –aunque sea con apenas una línea y sin acentos– en el acto. Y así uno descubre que ha perdido por lo menos una hora diaria de su vida (leo que Nietzsche recomendaba no más de una hora semanal para la correspondencia, cada minuto de más era considerado algo nocivo para la salud). Una hora que uno ya no recuerda en qué usaba (seguro que no leyendo tonterías o intentando conseguir el tono justo), pero seguro que jamás respondiendo, aclarando despacio y en detalle algo que se malinterpretó (no hay nada menos sutil y expresivo que el e-mail donde no se nos permite calibrar caligrafías y trazos y qué feo es tener que poner ese ja! una y otra vez, por las dudas, no vaya a ser que...) porque “uno apretó Enviar y ya es demasiado tarde. Y es demasiado tarde porque fue demasiado pronto”. De ahí que el e-mail sea el medio perfecto para pelearse o para flirtear. La inmediatez de la patada de larga distancia y la levedad eléctrica de un doble sentido que mantiene invisible el rubor en las mejillas. Lo que vuelve a llevarme a Meg Ryan y a Tom Hanks. A aquel tiempo en que el e-mail era un recurso romántico y no se había convertido aún en elemento kafkiano de tanto thriller cibernético o de una realidad donde, no hace mucho, el genio autor de un crimen perfecto fue atrapado porque no pudo evitar la tentación de alabarse a sí mismo bajo un alias y a través de e-mails que pensaba imposibles de rastrear hasta las huellas digitales en la punta de sus dedos.
Otra vez, insisto: envidiar a aquellos dos enamorados que –vean de nuevo la película– cada vez que van a revisar su correo tienen nada más que un mensaje. Ese mensaje que están esperando –o ese anónimo personal e intransferible– con la misma alegre ansiedad que en el pasado se aguardaba junto al portal la llegada de un cartero con mucho de Papá Noel para acceder a la felicidad –o al romántico desvanecimiento– pero nunca al cansancio. Nada más y nada menos. Eso es (era) todo. Y, por supuesto, nadie les ofrece agrandarse las tetas o aliviarse su depresión con una nueva y revolucionaria variedad de Prozac mientras yo, ahora, envío esta contratapa.
Por e-mail.
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