Viernes, 28 de septiembre de 2007 | Hoy
DEPORTES › OPINION
Por Facundo Martínez
Alcanza con ver los pocos minutos que jugó desde su debut oficial, para advertir el carácter irritable y patotero del delantero uruguayo Carlos Bueno, recientemente incorporado a Boca. El flamante refuerzo del equipo de Miguel Angel Russo resulta ser un fiel exponente de la malentendida garra charrúa. Un jugador que entra a la cancha pasado de revoluciones y, lejos de llevar tranquilidad o acaso ideas frescas a sus compañeros, termina involucrándolos en escaramuzas de distinto calibre, donde no faltaron los manotazos cobardes ni la lamentable exaltación de parte del público.
Los atropellos que ya consumó Bueno en Boca –un trompazo en la cara al arquero José Valdiviezo y otra agresión gratuita al defensor Marcelo Berza, en el partido contra Gimnasia de Jujuy, y la pelea que comenzó el miércoles por la noche en el área de San Pablo y que se terminó con un golpe de un brasileño a la cara de Martín Palermo– resultan más llamativos que el buen pase que inventó frente a los jujeños para habilitar a Mauro Boselli en el primer gol de Boca o el agónico cabezazo que metió en la última jugada del mismo partido.
Cuando Bueno pisó por primera vez Casa Amarilla, no escatimó en promesas. Llegó recomendado por Enzo Francescoli y la gestión del empresario uruguayo Paco Casal, que hasta el momento no tenía negocios con Boca. Lo hizo buscando revancha tras un escuálido paso por el fútbol europeo, al que llegó procedente de Peñarol y donde no encontró su espacio, ni en el Paris Saint-Germain ni en el Sporting de Lisboa. Su objetivo, con Palacio y Palermo consolidados como dupla atacante, era pelear un lugar en la ofensiva con los suplentes, Boselli y Marcos Mondaini.
“Soy un delantero que no se guarda nada, que pelea todas las pelotas, que es solidario con sus compañeros, que deja el alma en cada pelota que va a trabar”, se definió Bueno el día de su presentación. Por ahora, además de un buen pase y un cabezazo, resaltó sobre todo su fibra nerviosa y malintencionada y sus bajezas de pegador furtivo y fuera de quicio, acciones que lo presentan incapaz de aportar armonía a un grupo consolidado, que bien pudo ganar lo que ganó sin jugadores de este tipo, violentos al punto de estar siempre más cerca de la tarjeta roja que del corazón del hincha.
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