Sábado, 6 de octubre de 2007 | Hoy
Por Juan Gelman
Es difícil precisar el carácter del gobierno Putin. La eminente politóloga Margarete Mommsen apunta: “Es una democracia que se encamina hacia un régimen autoritario”. El juicio del viceministro alemán Gernot Erler es más benevolente, pero también concluye que Rusia oscila entre la “democracia dirigida” y la “democracia autocrática”. En un folleto publicado con ocasión del 90 aniversario de la revolución de febrero de 1917 del que se editaron medio millón de ejemplares que se repartieron en toda Rusia, el Nobel Solzhenitzyn elogia a Putin, a quien ve como un nuevo autócrata que no debiera cometer los mismos errores de Nicolás II, el último zar. En opinión del jurista Wolfgang Seiffert, el gobernante ruso se atiene a los límites de la Constitución del país para lograr sus fines políticos: utiliza prolijamente los espacios que aquélla le brinda. En todo caso, la definición del “sistema Putin” no se encontrará ciertamente en los denuestos y acusaciones que le propina la Casa Blanca y que no obedecen a un capricho.
La caída del “socialismo real” en los países de Europa del Este, la reunificación alemana, el lugar cada vez más importante que países asiáticos como China y la India ocupan en la arena internacional y el empeño de EE.UU. y Gran Bretaña de controlar militarmente los recursos energéticos mundiales, han creado eso que Washington llama “el Nuevo Orden Mundial” y que para Moscú y Pekín es el “mundo unipolar”. Rusia no está dispuesta a aceptarlo y dispone de instrumentos para hacer valer su peso.
La Federación Rusa es una potencia nuclear, posee el derecho a veto en el Consejo de Seguridad de la ONU, es el único país, además de EE.UU., con presencia permanente en el espacio, ocupa el segundo lugar en el comercio de armas del planeta, exporta petróleo y gas, sus reservas monetarias ascienden a 182 mil millones de dólares, su superávit fiscal es de 83.200 millones de dólares y ha reembolsado casi toda su deuda exterior. Las inversiones extranjeras en Rusia superan a las rusas en otros países, el crecimiento del PIB fue del 6,4 por ciento en el 2006 y el alza real de los salarios fue del 12,6 por ciento. Agréguese a esto la consigna “Rusia para los rusos” que el gobierno repite y se comprenderá por qué los rusos están contentos con Putin, a pesar de la pobreza y la corrupción imperantes.
La anunciada extensión a Polonia y la República Checa del escudo antimisiles estadounidense reavivó los temores de Rusia –y de China– de que la Casa Blanca se propone cercar a ambos países para garantizar su proyecto hegemónico. Esos temores habían acercado ya a Moscú y Pekín en 1996, cuando firmaron un documento en el que asentaron su oposición a un mundo unipolar, y en 1999 mediante una declaración conjunta en la que manifestaban su resistencia al “Nuevo Orden Internacional” y demandaban un orden global económico y político de mayor equidad. En la declaración se denuncia que EE.UU. promueve los movimientos separatistas en Rusia y China y se propone balcanizar a las naciones de Eurasia. Teóricos del imperio como Zbigniew Brzezinski proclamaban que era preciso descentralizar y aun dividir a la Federación Rusa. En julio de 2001, Moscú y Pekín firmaron el Tratado de buena vecindad y de cooperación amistosa que, bajo lenguaje tan florido, consiste en un pacto de defensa mutua contra EE.UU., la OTAN y la red de bases militares que gobiernos asiáticos pro EE.UU. han ido instalando alrededor de China. Este otro, incipiente, polo mundial busca consolidarse por otras vías.
Rusia y China crearon la Organización de Cooperación de Shanghai, que integran además Kazajstán, Kirguisistán, Tadjikistán y Uzbekistán y en la que son observadores Irán –en realidad, miembro pleno de hecho–, India, Pakistán y Mongolia: persigue el objetivo de articular las economías euroasiáticas contra el dominio de la “Trilateral” formada por EE.UU., Europa Occidental y Japón. También se propone combatir “el terrorismo, el separatismo y el extremismo”, aunque esto debe entenderse como la represión contra grupos creados y/o financiados, armados y entrenados por EE.UU. y el Reino Unido con el fin de desestabilizar a algunos de esos países. Rusia estableció la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, de naturaleza militar, que agrupa además a Armenia, Bielorrusia, Kazajstán, Tadjikistán y Kirguisistán. Y luego: las “revoluciones de color” –Naranja en Ucrania o Rosa en Georgia– fracasaron en Asia Central. La luna de miel EE.UU./Uzbekistán creada por la invasión a Irak se rompió abruptamente cuando el gobierno uzbeko ordenó en el 2005 el desalojo de la base militar que había otorgado a las fuerzas estadounidenses.
Brzezinski había formulado en 1997 (The Grand Chessboard: American Primacy and its Geoestrategic Imperatives) la advertencia de que podría crearse una coalición euroasiática hostil “que eventualmente procuraría enfrentar al dominio estadounidense”. Pareciera que está ocurriendo. Lejos quedaron los tiempos en que la China de Mao y la URSS de Brezhnev dirimían a tiros su soberanía sobre la isla de Zhenbao/Damanski. Corría el año 1969 y cuentan que entonces Carlos Marx se subió a una colina en medio de las fuerzas combatientes y exigió por un megáfono: “¡Proletarios del mundo, separaos!”.
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