Jueves, 6 de diciembre de 2007 | Hoy
Por Eric Nepomuceno *
Antonio Carlos Jobim, compositor inigualable, creador principal de la bossa-nova y de un sinfín de maravillas, se refería con dolor a Brasil. Decía el maestro soberano: “Esto no es para principiantes”.
Más allá de las contradicciones eternas, de los desfiladeros de impunidad, de la más desigual distribución de renta del planeta y de la ignominia de los abandonados, lo que asombra e indigna es ver cómo se repiten absurdas barbaridades, como si fuesen resultados inmutables de un destino desvariado. Es verdad: mi país no es para principiantes. Ver lo que pasa exige alma de acero y una fe imposible en el improbable futuro.
De los países emergentes, Brasil es el segundo que más invierte en el exterior. Petrobras tiene la más desarrollada tecnología de punta del mundo para producir petróleo en aguas profundas. De los 66 millones de brasileños que no tienen que pagar impuesto sobre la renta pero están obligados a declararse exentos al fisco federal, un 93 por ciento lo hace por Internet. Y todos los 24 millones que sí pagan lo declaran por la misma vía. El país es el sexto usuario mundial de Internet. La votación electrónica existe desde hace más de diez años. Brasil es el quinto mercado de telefonía celular y el cuarto mayor fabricante de aviones. La banca tiene una de las tecnologías más desarrolladas del mundo; los correos son rápidos, eficaces y confiables. La telefonía es ejemplar, y el país es el mayor exportador mundial de carne vacuna, azúcar y soja.
Ese es el Brasil blanco, habitado por una minoría que puede disfrutar de sus bondades. Pero está también el Brasil que colecciona historias bárbaras de la degradación del ser humano, y nadie ve luz alguna al final de ese largo túnel de horrores.
Por ejemplo: 52,6 por ciento de los menores de 18 años detenidos en Río de Janeiro por cometer crímenes murieron o reincidieron en la criminalidad luego de recuperar la libertad. Podría parecer razonable, pero esa estadística se refiere solamente a los que son recapturados cometiendo delitos o cuyas muertes fueron registradas. Muchos más siguieron en la violencia antes de alcanzar la mayoridad legal sin ser presos, o fueron muertos sin contabilizar. A cada año, y solamente en Río de Janeiro, hay más de ocho mil delitos –del secuestro al tráfico de drogas, de asaltos a asesinatos– cometidos por menores de edad. La violencia urbana es real, y la solución del actual gobernador es la confrontación directa con los criminales. Eso, en una ciudad donde la policía militar tiene el increíble balance de cinco muertes por cada once intervenciones: en casi la mitad de sus acciones alguien es muerto. Del abandono absoluto o situaciones donde el Estado y la sociedad relegaron parcelas inmensas de la población, ninguna palabra, ninguna iniciativa concreta. Eso, en la más bella, más conocida y más emblemática de las ciudades brasileñas.
Pero si se va a otras partes, los horrores se extienden. En el estado del Pará, al norte, una niña de 15 años vivió una experiencia sin vuelta. A lo largo de 21 días, compartió una celda con 20 hombres. A cambio de comida tuvo que someterse a ser violada varias veces al día: eran por lo menos diez los verdugos, y se turnaban a la hora del desayuno, del almuerzo y de la cena. Todos sabían lo que ocurría, nadie se inmutó. La juez Clarice María de Andrade vio a la muchacha en aquel escenario de salvajería, y nada.
Cuando la historia saltó a la prensa, otras vinieron atrás: en el mismo Pará una mujer de 30 años pasó dos meses en una celda con 40 hombres, y otra, de 25, tres semanas con doce. Esa, sin embargo, tuvo más suerte: no bien entró en la celda, se tornó propiedad del jefe de la pandilla. Uno, nada más, pero que la violaba todos los días, y a la vista de los otros presos.
Ahora se admite lo que siempre ocurrió: que no es tan inusual que mujeres sean detenidas en las mismas celdas que hombres, y sometidas a todo. Hay leyes estrictas determinando separación de presos por edad y, claro, sexo, pero suelen ser ignoradas. A varios agentes carcelarios, o sea, funcionarios del Poder Judicial, les divierte mucho fotografiar o filmar las vejaciones que sufren esas mujeres, y luego divulgar las escenas del horror.
En ese país llamado Brasil hay un ministro de Justicia que se llama Tarso Genro. El declaró que el caso de la muchacha es “una síntesis de la barbarie del sistema penitenciario de Brasil”. Y admitió: “No se espanten, pues lo mismo puede estar ocurriendo ahora, en este momento, en algún lugar del país”. Hombre íntegro, el ministro al menos tuvo la honestidad y la decencia de denunciar esa degradación irremediable cuyo responsable es el Estado y, al mismo tiempo, el grado de anestesia a que llegó la sociedad brasileña.
* Escritor y traductor brasileño.
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