Sábado, 26 de enero de 2008 | Hoy
Por Sandra Russo
Mientras se van terminando mis vacaciones, también me voy despidiendo de algunos temas y de algún tono que uno usa cuando está de vacaciones. Uno es de alguna manera particular en vacaciones. A uno le brota, cuando el tiempo queda liberado de las obligaciones, otra versión de uno. Al margen de lo que puedan haber tenido esas columnas de crónicas culposas desde Cariló, las vacaciones en sí mismas, se pasen donde se pasen, el primer milagro que provocan es evaporar, en una medida gradual y personal, aquello que se dejó en la casa y el trabajo. Algunos rompen sus rutinas y pasan algunos límites (van desde la infidelidad al lemon pie), otros enmascaran con algunos detalles la monotonía que necesitan para sentirse en eje. Y algo de esto, de sentirse en eje, tienen las vacaciones. Tener un eje es necesario para las personas y los pueblos.
La alienación del modo de vida urbano de los últimos años es el principio de una época que no sabemos exactamente cómo será. No vivimos en ella, sino en sus albores. Somos, quizá, las últimas generaciones que conservan vívidos los hitos de la modernidad. Y también somos un país que tiene todavía muchos problemas modernos, a pesar de que su inserción en el mundo real es bajo los términos de la posmodernidad. Y también somos un continente todavía moderno, que no ha resuelto temas básicos, inherentes a la modernidad, como el trabajo, que cuando está asegurado para la gran mayoría de la población en condiciones estables y dignas garantiza que esa sociedad viva en paz. ¿O de dónde va a salir la paz social sino de que todo el mundo tenga algo que perder? ¿Qué es la inseguridad posmoderna sino la consecuencia de que la concentración loca de la riqueza dialoga con el desparramo de pestes que hacen que tantos lúmpenes no tengan nada que perder? Esto no es un modo de decir, sino una manera de pensar.
Perón mandaba a la gente de casa al trabajo y del trabajo a casa porque había trabajo y la mayoría de la gente tenía casa. Que a la aristocrática Mar del Plata hayan arribado de pronto los cabezas que poblaban los hoteles sindicales también marcó aquel esbozo de país en el que la distribución de la riqueza tomaba forma en el ascenso social de los de abajo, de los trabajadores. En esa fuerte irrupción de modernidad nació, fomentada puerilmente desde los manuales escolares, la idea de la familia peronista. Eran cuatro, padre, madre, nena y nene, sonriendo. Tanto el padre como la madre estaban vestidos de una manera simple –él camisa blanca, ella un vestido–; la nena tenía un moño en el pelo y el nene zapatos con cordones. Los chicos iban a la escuela pública, la madre se ocupaba del hogar, y el padre iba a trabajar. Y una vez por año, esa familia se iba a pasar siete o quince días a un hotel pensado para eso: para que esa familia pudiera irse de vacaciones.
Tal vez no esté de más recordar que para que los sindicatos existieran y fueran fuertes, con sus desvíos y sus aberraciones, con sus conquistas y sus beneficios, era imprescindible que hubiera trabajo, mucho trabajo, el suficiente como para que hubiera miles de afiliados, y para que esos sindicatos pudieran negociar sin la presión de un ejército de desocupados. Las vacaciones, como derecho gremial, y eso es decir como derecho para la mayoría de la gente, se disolvieron en los ’90. La ley aquella de las coimas de las que nadie duda pero que no se pueden probar, la ley de flexibilización laboral, fue el fin de la modernidad en muchos sentidos. En un efecto dominó que todavía no se remontó, desarmó una idea de trabajador y trajo otra. Esa idea de trabajador, el que acepta trabajar por contratos o el que ni siquiera firma nada, se impuso sobre aquella otra idea del trabajador de camisa blanca y sus dos niños escolarizados. Los pueriles manuales escolares quedaron en la memoria colectiva, entre otras cosas, porque la escolarización era otro eje.
Otro de los pecados de los ’90, uno de sus cambios modernizadores –todos los que apoyaron esos cambios usaron esa palabra– fue hacer un tajo profundo y todavía irreparable entre la mayoría de la gente y el bienestar, el estar bien: tener alguna recompensa por el esfuerzo, poder compartir algunos buenos momentos con los que se quiere, despejarse la mente, sentir el cuerpo. Distribuir la riqueza también implica distribuir lo bueno de la vida.
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