CULTURA

Elvio Vitali y su barra recorriendo la Biblioteca

El nuevo director, designado esta semana, recorrió ayer la Biblioteca Nacional acompañado por su grupo de asesores y por un discretísimo Torcuato Di Tella, que se llamó a silencio.

 Por Karina Micheletto

“Bienvenido”, atina a decir con desconcierto la empleada de atención al público mientras se saca los anteojos de ver de cerca y pone la mejilla para el beso a Elvio Vitali, flamante director de la Biblioteca Nacional. El nuevo funcionario –aún no asumió formalmente, pero su designación ya fue anunciada por el presidente Néstor Kirchner– realizó ayer la primera visita a su nuevo lugar de trabajo y eligió hacerlo en comitiva oficial: fue con el secretario de Cultura, Torcuato Di Tella; la subsecretaria de Cultura, Magdalena Faillace; el veedor José Martínez Tato y tres de los nuevos asesores consultivos, la historiadora Hebe Clementi y los sociólogos Nicolás Casullo y Horacio Tarcus.
A la recorrida por la Biblioteca faltaron el nuevo vicedirector, el sociólogo Horacio González, que no pudo llegar a tiempo desde Neuquén, y dos de los asesores, el crítico literario Noé Jitrik y el politólogo José Nun. “Tuvieron problemas de agenda, como me pasó ayer a mí en el Congreso”, guiñó el ojo Di Tella, muy en su estilo. Precisamente ese estilo de Di Tella fue cuestionado por Horacio González en una entrevista a Página/12: “Es remotamente hijo de cierto dandismo y de cierto señorismo. Yo amablemente le pediría a Torcuato que lo reviera”, analizó entonces el sociólogo. Aunque el estilo T también es reconocido por otros que apuntan que “Torcuato va de frente”.
Por las dudas, durante la recorrida, el secretario hizo mutis después de la polvareda que levantó con sus declaraciones sobre el lugar que debe ocupar la cultura en la Argentina. “Me tienen prohibido hablar, me pidieron que no meta más la pata”, decía en el ascensor que lo llevaba de un área a la otra, como si estuviera en un quincho entre amigos y no rodeado de periodistas, chocando con la ubicuidad progre que caracteriza a Faillace. Ya más serio, pero sin perder la sonrisa, aclaraba a Página/12: “No es que me lo hayan prohibido, me hicieron algunas sugerencias que me parecieron apropiadas. Si quiere ver lo que pienso sobre la cultura recorra el Museo de Arte Moderno y fíjese qué origen tienen las obras que hay allí”, solicitaba.
Una simple recorrida por la Biblioteca aporta varias pistas sobre la dimensión del desafío que plantea a cualquier gestión que llegue para hacerse cargo de este gigante. Como una ciudad dentro de la ciudad, con sus propias lógicas y reglas no escritas, pugnas de poderes, intereses encontrados, carencias y excesos, goteras metafóricas y literales, la Biblioteca aparece monstruosa e inasible. Sólo basta observar la forma en que la directora de Atención al Usuario copa la parada y toma a su cargo el trabajo de guía de funcionarios, comentando al pasar que ella es una de los pocos profesionales bibliotecarios que tiene la institución, y el modo en que la relojean otros empleados en prudente segunda fila. Después vendrán los comentarios por lo bajo, las explicaciones que tal o cual representante de tal o cual interna gremial tiene para dar al periodista, pero ésos, claro, no son temas para profundizar en visitas cortas.
En un pasillo alguien pegó una fotocopia con recortes periodísticos que dice “Miguel Angel Trincheri, asesino”. Trincheri fue el jefe de seguridad de la Biblioteca hasta 2000, cuando fue denunciado como represor de la última dictadura militar. La recorrida sigue por la sala de investigadores en la que Nicolás Casullo se acerca a una chica que está leyendo Mirando al sesgo, de Slavoj Zizek, y resulta que la conoce.
Más adelante llega la zona roja de la Biblioteca: el Tesoro que guarda incunables, mapas añosos, ejemplares fundantes, una hoja de una Biblia de 1455, el primer libro del mundo, un patrimonio invaluable que transforma a esta Biblioteca en una de las más importantes del mundo. De aquí desaparecieron un número aún no establecido de mapas y ejemplares como el de Fervor de Buenos Aires que se encontró en una subasta de Europa. Se cree que el último ladrón detectado, Luis Alberto Videla, visitó la Sala del Tesoro por más de diez años, y aún no se sabe cuántos mapas llegó a robar con un cúter y paciencia. En otros casos se maneja la hipótesis de robos internos. Ahora el Tesoro está clausurado y sólo el interventor tiene la llave.
Sobre el final se llega al depósito de libros, en el segundo subsuelo, con pasillos que parecen callecitas con extraños nombres de letras y números. Perderse aquí parece lo más fácil del mundo. Uno mira esas filas de libros que no terminan más y, aunque caiga en el más común de los lugares, le resulta inevitable recordar a Borges: “El universo, que otros llaman la Biblioteca”.

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Horacio Tarcus, Elvio Vitali, Hebe Clementi y Nicolás Casullo llegaron juntos a la Biblioteca.
 
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