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Todos fuimos coreanos
Hubiese sido lindo ser italianos –ya se sabe, la pinta de Maldini, la clase de Totti, la polenta de Vieri–, pero ayer éramos todos coreanos, aunque no pudiésemos distinguir a un jugador de otro, seguramente por incultura sobre el fútbol oriental. Hubiese sido lindo ser italianos por los abuelos y los bisabuelos, por Mastroianni y Gassman, por Sicilia y Capri, por la pizza, la pasta y la polenta, por Fellini, Visconti y Rossellini, por la ópera y Verdi, por Dario Fo y el lunfardo, por Sofía Loren y Laura Antonelli, por Jovanatti y Nanni Moretti. Por el salame de Milan, la milanesa a la napolitana y los canelones a la Caruso (tres inventos argentinos), por Milán y Roma. Incluso por la tradición (del fútbol), la familia (de uno) y la propiedad (del sentimiento). Pero, ay, éramos coreanos. No éramos coreanos por los propios coreanos: éramos coreanos gracias a los italianos. Gracias a la mayoría de los jugadores y al técnico del equipo italiano de fútbol, se entiende.
Italia es el poder, en el fútbol. El poder de su historia –tres campeonatos mundiales ganador– y el poder de su dinero, que sustenta la Liga más cara y competitiva del planeta. Italia es la opulencia impúdica de sus equipos (Inter tenía 13 jugadores, de media docena de países, repartidos en el Mundial y el presupuesto de Juventus para una temporada es superior al de todos los clubes uruguayos de Primera División) y el aire imperial de sus entrenadores. Pero el poder no hace de Italia un equipo generoso: lo suyo es el fútbol con cuentagotas, el reemplazo del juego por el trabajo, el ataque con un solo delantero, la apuesta permanente a los esquemas cerrados. Italia es el catenaccio, el líbero y el stopper, la disciplina por sobre la improvisación, el miedo por sobre la alegría. Por eso, en la final del Mundial 1970, todos éramos brasileños: ¿cómo alguien sensato podía ser hincha de un equipo en que un Fachetti marcaba a Pelé? Sin embargo, porque somos como somos, nos duele no poder ser italianos: ¡qué lindo sería un equipo poderoso que pudiera ser amado, además de respetado y temido! ¡Qué buenos vasallos seríamos si tuviésemos buen señor!
Cuando nos dimos cuenta ayer de que éramos coreanos, empezó el sufrimiento: Buffon se atajaba todo, incluso los penales, Vieri era un toro salvaje, los nuestros estaban más para el manga que para el fútbol (uno intentaría al final un taco que le dejó la pelota servida a un rival dentro del área). Pero el gigante nos perdonó la vida, nos permitió empatarle, y allá fuimos, a un suplementario en que nos jugábamos el honor. Los italianos se asustaron, y un poderoso asustado es cosa digna de verse. El entrenador Trapattoni hizo lo que se esperaba de un amante de los candados que ve venir la noche: mandó a cerrar todas las puertas, teniendo a Del Piero afuera. Y los coreanos fuimos, iguales a nosotros mismos, en busca de la barbilla de Godzilla. El gol del triunfo fue un sueño: el chiquito Ahn Jung Hwan le ganó en el salto a la clase de Maldini (el hijo del entrenador de Paraguay que no puso a Cuevas de titular en el Mundial) y la pelota entró pese al bufonesco esfuerzo del arquero. El chiquitito coreano juega en el Perugia, uno de los clubes más pobres de la Liga italiana. Era un ídolo coreano, por eso, antes del Mundial.
Lo que siguió fue una lección de fútbol televisado: Ahn Jung Hwan corrió hacia los fotógrafos que estaban a su derecha y billones de coreanos le cayeron encima. Fue un segundo, porque los coreanos somos organizados. En medio del festejo, todos nos retiramos y Ahn Jung Hwan se quedó solo con la gloria. Durante dos minutos, se la bebió toda, sabiendo que el planeta Tierra no le sacaba los ojos de encima. El resto de los bravos festejaba allá lejos, como si Asia entera estuviese de por medio. Y de a poco el héroe redimido –había permitido antes que Buffon le atajara el penal– volvió a ser parte del todo, de esa marea roja que humillaba a los Gatusso, Zambrotta y Panucci, que parecían tristes cómicos del interior profundo en una noche para el olvido. En 1966, un glorioso equipo de Corea del Norte dejó afuera de un Mundial a Italia y ese fantasma flotó ayer durante todo el partido. La historia dirá ahora que en el 2002 otro glorioso equipo, ahora de Corea del Sur, fortalecido a perro y ginseng, eliminó a Italia de este Mundial. Todos fuimos coreanos ayer porque entre David y Goliat siempre elegiremos a David.