Sábado, 2 de mayo de 2015 | Hoy
Por Daniel Guiñazú
Entre los módicos dos dólares que cobró en su primera pelea profesional en 1995 y los 120 millones de dólares que se llevará esta noche del MGM de Las Vegas, flota una carrera boxística extraordinaria. Una de las más notables de toda la historia del boxeo. Porque Manny Pacquiao (nacido el 17 de diciembre de 1978 en Kibawe, Filipinas) ha logrado ocho campeonatos del mundo en seis pesos diferentes. Fue campeón mosca del Consejo con 50,802 kg y llegó a ser campeón mediano junior de la misma entidad con 69,854 kilos. Una proeza más propia de un superhombre del ring que de un gran boxeador.
Pacquiao es mucho más que el deportista filipino más grande de todos los tiempos. Es, como consecuencia de tanta gloria, un prócer, el hombre más importante de su nación. Alguien que tiene en sus puños la emoción de millones y millones de personas. Y que es plenamente consciente del poder político que ello le otorga: actualmente es diputado nacional y cuando pronto abandone el pugilismo, iniciará su campaña para ser presidente de las Filipinas. Con la total certeza de que, como en tantas otras empresas de su vida, logrará su objetivo.
Alejado desde 2012 de algunos excesos con la bebida y las apuestas que le habían enturbiado la vida, Pacquiao parece haber encontrado en la Biblia la respuesta a todas sus preguntas. Por las mañanas, antes de entrenarse, la lee media hora junto con su fiel esposa Janice. Y está construyendo en General Santos, la ciudad en donde vive, un templo con capacidad para 5000 fieles en agradecimiento por su reconversión espiritual. Dicen algunos que tanto misticismo le ha mermado parte de la agresividad y el espíritu de pelea que lo llevaron a lo máximo. Esta noche será una buena oportunidad para confirmarlo o desmentirlo.
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