Lunes, 3 de diciembre de 2007 | Hoy
DIALOGOS › ROBERT MCLIAM WILSON, NOVELISTA IRLANDES DE BELFAST
Viene de los arrabales industriales del Ulster y vive en París por el éxito de sus novelas. Como todo irlandés del Norte es experto en eso de vivir en una guerra civil en cámara lenta y en hacer cosas como comprar en “liquidaciones por bombas”. Original, transgresor, enterado de la Argentina, un visitante que piensa las cosas desde un ángulo particular.
Por Andrew Graham-Yooll
–Los irlandeses se han beneficiado de los cambios políticos y económicos en la Unión Europea, pero aun así muchas veces vuelven sobre el tema del orgullo de clase, de la clase trabajadora pisoteada de Belfast, Irlanda del Norte, donde siempre se vuelve al pasado y al tema de clase en el contexto de la violencia, los “problemas”.
–El orgullo de pertenecer a una clase trabajadora ha sido un elemento muy fuerte en la historia moderna y particularmente en Belfast, que estuvo a la par de esas ciudades del norte de Inglaterra y Escocia que vieron crecer a gigantes industriales. En Belfast esa historia tuvo un efecto enorme en los tiempos de recesión económica y de violencia política en los años ‘80. Belfast duplicó su población dos veces en cuarenta años en el siglo XIX, y rápidamente dominó la industria naviera, la de hilanderías de lino, de fabricación de sogas, en todo el mundo. Esa era la capital de Irlanda del Norte. Fue el centro, y esa dominación industrial duró tan sólo unos cuarenta años. Y se terminó. La población estalló en número, y cuando esos oficios y las industrias colapsaron, la gente se quedó con una gran ciudad donde realmente no sabía qué hacer.
–¿Cómo se conecta esa decadencia, la pérdida de la razón del orgullo trabajador y el conflicto armado que vendría?
–Se puede conectar el pasado con el conflicto. El orgullo de la clase obrera provenía de la necesidad y la conciencia de hacer algo. Lo reconozco casi biológicamente. Si hago algo con las manos en cualquier semana, siento como si fuera trabajo de veras, logré algo que se puede ver. La labor de músculo dignifica en una forma en que no lo hace la labor mental. Hace unos días estuve en Arlès (Francia) tratando de completar un escrito, y desde la ventana del departamento se veía el andamio en un obra enfrente. Aseguro que me daba vergüenza estar ahí tipeando en la PC, mientras los albañiles trabajaban. Sentí la misma vergüenza que recuerdo de los 16 años, cuando miraba trabajar a mi familia en Belfast. Ese orgullo de la clase trabajadora de Belfast se hizo más fuerte cuando desapareció el trabajo, porque el desempleo en algunas zonas, en las católicas principalmente, era un insulto que sólo se podía enfrentar con el orgullo de pertenecer a un grupo.
–¿A qué edad se fue de Belfast?
–A los 18. Me fui de casa a los 16, pero decidí terminar los estudios. Tuve un tiempo en la calle y ciertas dificultades, que hubieran sido mucho más complicadas en un lugar como Londres. Pero en Belfast, ser un chico de la calle en una ciudad de provincia es más fácil. Seguí yendo a la escuela, y me rajaba si me buscaban mis padres, aunque no me buscaban mucho. Por suerte era una escuela de módulo mixto (Grammar School, medio estatal, medio administración privada), y era católica. Si hubiera sido una escuela del estado británico no me hubieran dejado quedarme, sería ilegal por no estar a cargo de nadie. Los curas me dijeron que siguiera, que los boletines los mandarían a mi madre, como formalidad. Había una flexibilidad admirable.
–Esto fue hace veinticinco años, aun en medio de los Problemas. Palabra extraña, ¿no?, para describir los tiempos de violencia en Irlanda del Norte.
–Ah, no, a mí me parece que expresa el problema muy bien, los Problemas. No refleja esa sensación imperial de los británicos en otras partes, como Malasia o Chipre, o alguna colonia lejana. Para nosotros realmente fue un problema local, y la palabra tiene otro sentido. Creo que es así en Inglaterra también ahora. La palabra no tiene la asociación con disciplinar al colonizado de los años cincuenta. Tiene más que ver con un problema familiar, “familiares de mierda”, eso. Está dentro de los términos de “me peleo con mi padre, detesto a mi madre, odio la Navidad”, ese tipo de cosas que describe una familia difícil, no sólo en las peleas. En cierta forma, Problemas está perfecto para Irlanda del Norte porque describe un pésimo matrimonio, de veinticinco años: había una pareja peleada, y cada uno se parecía, vivía bajo el mismo techo, no se podía distanciar, y estaban totalmente obsesionada el uno con el otro con exclusión de todo lo demás. Era un Problema familiar. El lenguaje del conflicto de Irlanda del Norte no es lo mismo que la modificación del idioma que se hizo en otros países, entre ellos la Argentina. Es el caso de llamar Proceso a lo que ocurrió entre 1976 y 1983. Hubo varios casos desde la Segunda Guerra Mundial, no muchos, y la Argentina es uno. Esa práctica tiene una calidad muy moderna, que supone la incorporación del concepto de lo posible. En la Argentina hubo algo que trataba al miedo en formas nuevas. La gente descubría nuevas formas de terror. El miedo instalado por el régimen no era como el de Stalin, donde se sabía de dónde venía aun cuando uno creía que camarada Stalin desconocía lo peor. Se sabía que el terror salía directamente del Estado. No había nada extraño en eso. En el caso argentino el régimen era director y a la vez marginado de fuerzas oscuras. Las cosas feas venían de varias direcciones, de la guerrilla y de los hombres de uniforme. Existía el estado de sitio, una especie de toque de queda benévolo que se ignoraba, pero que podía ser invocado cuando se prohibían cosas como reuniones familiares. Esta clase de regla tiene cualidades mágicas, instalan el miedo a la oscuridad, el miedo a lo desconocido. La gente comienza a tenerse miedo, a no asociarse con familiares de detenidos, de una forma bastante diferente a lo que fue la Unión Soviética en los años ’30, y de ninguna forma comparable con lo de Irlanda del Norte. Las autoridades aquí necesitaban poco para imponer el miedo. La gente reaccionó al miedo muy hábilmente.
–Esto trae a cuento el libro A Lexicon of Terror, “Un léxico del terror”, de la estadounidense Marguerite Feitlowitz, que hizo un estudio del discurso de Emilio Massera.
–Es un libro muy conocido. Lo que observó fue que el eufemismo cargaba una amenaza muy especial, que lo que podía suceder no sólo era incontrolable, era inevitable. Eso le habla a lo más oscuro del ser humano, donde el miedo al poder supera todo, el poder desconocido cambia las leyes físicas del universo. Es una situación muy interesante porque no es fácil lograrla para un estado, una burocracia. Por lo general el análisis y la propaganda lo atribuyen a grupos insurgentes, a terroristas, a rebeldes. Pero lograr el poder del Estado e imponer esa forma de miedo muy real y especial me parece que se logró en la Argentina por primera vez. Y va a ser muy difícil copiar, a pesar de los manuales que se lo atribuyen a los muy distinguidos franceses en Argelia. Lo que descoloca en la violencia ideológica es su falta de pragmatismo. Si hay un hombre rico, no importa su fortuna, se lo mata. No se emplea a trabajadores, se los mata. La ideología mete miedo.
–Vamos, me está hablando como si no hubiese habido miedo en Irlanda del Norte.
–Hubo miedo. Irlanda del Norte dio dos cosas al mundo de la amenaza política. La primera, que la violencia es sustentable, duró mucho, no murieron tantos: 3500 en casi treinta años, y podía seguir. Esa cifra en Irak pertenece a una semana pesada, y eso no es sustentable por treinta años. La situación tuvo la magnitud de un inconveniente, un atoramiento del tránsito, una tormenta grande. Se podía vivir con facilidad. Cuando yo era chico mi ropa siempre venía de las liquidaciones de material “dañado por bombas”. Era normal. No era un liquidación de temporada, era “Liquidación por bombas”. Normal. La primera vez que entré a un comercio grande en Londres levanté los brazos, para que me revisaran. Acto automático en Belfast. Me di cuenta: qué boludo, parado ahí como un pito. Entonces estiré los brazos como si estuviera bostezando, para disimular. La segunda, Irlanda del Norte fue escenario del terrorismo “puro”, sin mayor proyección. La gente que murió en Irlanda del Norte, al margen de los delatores, no fue muerta por sí mismas sino por todos los demás, para que todos participaran del incidente. A medida que la situación se hizo sustentable, por el paso del tiempo, era más difícil llamar la atención. Los asesinos entonces buscaron formas más estilizadas, más desagradables. El IRA los llamaba “espectaculares”. Bombas grandes. Lo que está desapareciendo de la memoria es que el IRA cometía acciones horrendas a nivel individual. Les gustaba matar gente en frente de los niños. Eso a nadie le gustaba. No se podía escuchar algo así en el noticiero e ignorarlo. El asesinato frente a los niños perduraba. No asustaba, duraba. Había que tener cuidado cuando se iba a la puerta. Antes de irme de casa había visto situaciones peligrosas. A partir de cierto momento, era peligroso contestar un llamado a la puerta. Sonaba el timbre y al abrir la persona era baleada. Sucedió muchas veces. Una noche escuché el timbre y fui hacia la puerta y me pregunté si serían hombres con metrallas. Me di cuenta de que si yo pensaba eso estaba atrapado. Era fácil lograr la duda. No es necesario ir a la facultad para aprender eso.
–Su primera novela, Ripley Bogle (en castellano lo publicó Tusquets), sobre un linyera irlandés en Londres, rebalsa ese tipo de instancia... Su publicación ofendió a muchos en Belfast, católicos y protestantes. ¿Cuándo la empezó a escribir?
–Más o menos a los diecisiete, en 1980. En esa etapa me inspiraba Joyce, y un poco Nabokov.
–Ripley Bogle entonces giraba en torno de la aplicación de todo lo leído a la realidad vivida, cosa que hace el personaje principal, con el nombre del título.
–Fue la obra de un hombre muy joven (se publicó en 1998, cuando tenía 33 años). Comencé a escribir la novela a los 22. A esa edad es un texto desde donde el autor grita, “miren lo que hice, cuántas palabras que sé, miren todo lo que leí”. Eso disculpa muchas debilidades. Sin embargo, todos tenemos algo a esa edad que nunca volveremos a tener. Es una energía productiva que jamás volverá existir. Además, no se siente miedo. Yo escribí cuatro novelas con el mismo título antes de llegar a la publicada. Cambiaron muchísimo cada vez que las reescribía.
–¿Quién era Ripley Bogle?
–Un compañero de universidad que había ido al colegio en Edimburgo me dijo que había visto el nombre en esas placas que hay en muchas escuelas con los nombres de ex alumnos que murieron en diferentes guerras. En la placa estaba un Ripley Bogle y el nombre le había quedado en la memoria a mi compañero. Luego de publicar la novela me entrevistaron en la radio, o en TV, y recibí una carta de un hombre cuyo nombre era David Bogle. Ripley Bogle había sido su hermano. El hermano, piloto de la fuerza aérea (RAF), había muerto en 1946. No respondí de inmediato y cuando lo hice, el hombre, de 85 años y ciego, había muerto. Ay, qué mal me sentí. Luego encontré muchos Bogle. Hay varios de ese nombre en una comunidad caribeña en Londres. Uno se llama Metric Bogle. ¡Qué nombre! Siempre quise escribir, desde niño. Mis lecturas me inspiraban, agregaba personajes a lo leído. Comencé a leer a los ingleses del siglo XIX, tuve una temporada de Camus, le siguió Orwell, y a los quince descubrí James Joyce. ¡Wow! Fue fabuloso. Esa es la edad en que hay que leer a Joyce, porque le habla directamente a uno. Hay algo muy inmaduro en Joyce. Ahí decidí que yo escribiría algo. Luego fui a la universidad y se frenó todo.
–Fue a la universidad... Pero antes me dijo que fue docente sin diploma.
–Sí, enseñé en la universidad un tiempo, porque había leído mucho más que todos los demás. Me fui antes de terminar, sin diploma. Fui a la Universidad de Cambridge y abandoné, era lógico que abandonara. Logré entrar porque aun sin tener buenas notas de la secundaria, me presenté y pasé el examen de ingreso específicamente para las universidades de Oxford y Cambridge. Pasé porque había leído mucho.
–En la etapa antes de la universidad, en Belfast, cuando comenzó a escribir, ¿lo hacía en la biblioteca?
–No siempre. Estaba en la calle, borracho muchas veces, escribía en los pubs, en cafés. Trabajé de albañil. Lo de sin techo era esporádico, luego alquilaba una pieza porque tenía subsidio por desempleo. Después fui a la universidad. Escribí las primeras versiones de mi novela, me eduqué, fui a la universidad. Pude vivir como lo hice porque ése fue el último momento de la historia moderna en que eso se podía hacer. Tenía la ventaja de una buena escuela, que era la ruta al progreso de la clase trabajadora. Si uno andaba bien, podía seguir. Había logrado evadirme de la educación estatal, donde se decide por adelantado si uno va a salir adelante o quedar atrapado. Las ventajas existieron en el Reino Unido en la segunda mitad del siglo XX. Yo venía de lo más bajo. Ni siquiera tengo las marcas de la (vacuna) BCG porque los médicos no se animaban a entrar en el barrio donde yo vivía. Ninguno de mi grupo fue vacunado contra la polio. Era una zona salvaje. Yo me metí, por medio de los libros, en una buena escuela y en la mejor universidad. Utilicé el sistema. Si hubiera vivido en Inglaterra, y con tres años menos, todo eso hubiera sido imposible. Utilicé el sistema antes de que me alcanzaran los burócratas.
–Usted es bastante más joven que aquella generación de ingleses de clase trabajadora (John Braine, Alan Sillitoe, y otros) que llegaron a la universidad a partir de los años ’50.
–Pero venía de la misma banda, quizá de más abajo. Quizás hasta sintiendo la misma incertidumbre: ¿debe, puede, uno dejar su clase? ¿Rechaza uno su propia gente al educarse? En Irlanda y Escocia fue diferente a Inglaterra, porque en esos dos países la ruta tradicional a la educación está abierta a todos, en particular donde hay rivalidad entre protestantes y católicos. Los protestantes en las ciudades buscaron ser aprendices en las grandes industrias y astilleros. A los católicos no les daban trabajo, por lo que fueron al colegio, cada familia tenía un hijo cura, uno abogado, uno médico, etcétera. Fue una tradición, había enorme movilidad social en Irlanda del Norte. Está cambiando. En otros tiempos se veían las diferencias en las ventanas. Ventana católica, había libros. Ventana protestante, había herramientas. La clase media católica educada era profesional. La clase media protestante se dedicó al comercio y a la industria. Eso ha cambiado, pero aun ahora en la burguesía católica no hay más que una generación entre la profesión y la villa miseria. Conozco hombres con título, que hablan elegante, parecen aristócratas, y sé que a los diez años no tenían zapatos. Eso también hizo la diferencia en la violencia. Era una lucha entre dos clases trabajadoras que no se tocaban. En la lucha no había diferencia de clase, nada de izquierda ni derecha. Sólo la guerra. Eran nacionalismos que competían. A la clase media le fue bien durante los Problemas.
–Usted vive en París, y vivió en Italia. ¿Qué fue lo que le hizo escapar del Reino Unido?
–Parecen disfrutar más de la vida en Italia y Francia. Me gusta cómo disfrutan en sus ciudades.
–Pero la vida es buena en Londres, o Manchester.
–No, la vida es difícil. La cultura define a la vida como difícil, que es dura. Uno sobrevive la semana, arriba al fin de semana con la premisa de que hay que destruirse en borracheras o drogas. No es por placer, es porque la vida es dura. Además, me gusta ser un irlandés en París.
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