ECONOMíA › MALVINAS Y FMI
¿Duhalde será otro Galtieri?
Por Julio Nudler
¿Otra vez la invasión de Malvinas, 20 años después? Así como entonces Galtieri desafió a la OTAN, ¿romperá ahora Duhalde con las grandes instituciones financieras de Occidente, extendiendo el impago a las deudas con el Fondo, el Banco Mundial y el BID? Aquella vez la osadía terminó mal. ¿Cómo acabaría ésta? En cualquier caso, esa clase de acto no se agota en sí mismo, prolongándose necesariamente en la política posterior. Malvinas desembocó en la estrategia exterior no alineada de Raúl Alfonsín y su canciller, Dante Caputo. Ahora, el default generalizado llevaría, por fuerza, a un endurecimiento del control de cambios y a otros instrumentos dirigistas, e incluso –en un improbable extremo– a la nacionalización del comercio exterior. Y así como en los ‘80 se instalaron, como opciones antagónicas, la “malvinización” y la “desmalvinización” de la política exterior, con sus consecuencias internas, en los próximos tiempos podrían oponerse la “defaultización” y la “desfaultización” de la política económica. Lo interesante en este caso es que, en ausencia de un acuerdo con el Fondo, cualquiera resulte la decisión, sea la de pagar o la de no pagar, ella tendrá consecuencias poco gratas para el establishment.
Supóngase que el Gobierno decida que, aunque el FMI se niegue a firmar un acuerdo, igual cumplirá con los vencimientos, a pesar de que en el último trimestre del año suman 1853 millones de dólares y en enero concentran otros 1035 millones. ¿Pagar con reservas –actualmente suman u$s 9450 millones– implica que aumentará el dólar, que ese aumento se reciclará a los precios internos y que así se irá a una inflación galopante o a la híper? Para plantear como inevitable ese recorrido habría que olvidarse de que el comercio exterior argentino está arrojando un superávit de alrededor de 1200 millones de dólares mensuales.
Esto significa que el país genera un excedente de divisas suficiente para seguir cumpliendo con los vencimientos del capital de su deuda con los organismos, ya que en principio los intereses de esos créditos son atendidos normalmente y no son reprogramables. Sin embargo, ese excedente comercial (exportaciones menos importaciones) es propiedad privada, mientras que la deuda con los organismos es estatal. Por tanto, el Estado debe comprarles los dólares a los exportadores, que están obligados a vendérselos por las normas vigentes (salvo excepciones).
Si se supone un superávit comercial, limpio de algunos pagos, de u$s 12 mil millones anuales, que el Central compra, la consiguiente expansión monetaria –considerando un dólar exportador de 3 pesos, neto de retenciones– sumaría unos $ 36 mil millones. Si el Tesoro nacional, en cabeza del cual está la deuda, pagara vencimientos también por u$s 12 mil millones, neutralizaría el impacto monetario siempre y cuando le compre los dólares al BCRA con recursos propios, tomados de su superávit fiscal primario.
Si ese excedente no existiera, el pago de la deuda no provocaría contracción monetaria porque Hacienda le compraría las divisas al Central con pesos que éste previamente le facilitaría vía Banco Nación. En tal eventualidad, la economía recibiría tal inyección neta de pesos que, de no lograrse un aumento equivalente de la demanda monetaria, el BCRA debería esterilizar liquidez a través de instrumentos como las Lebac, de alto costo cuasifiscal. Si no, se arriesgaría una estampida del dólar.
En cualquier caso, la condición básica para que el esquema sea viable es que el Estado se asegure efectivamente que el superávit comercial vaya a las reservas, obturando todos los escapes, legales o no, y combatiendo el ennegrecimiento del comercio exterior. Quizá basten para esto algunas modificaciones en las normas (por ejemplo, endurecer el tratamiento a las petroleras y mineras, que negocian fuera del país hasta el 70 por ciento de los dólares que generan) y controles administrativos menos porosos. Pero eso puede no alcanzar.
También es posible, según suponen algunos economistas, que para tornar más manejable la situación se resuelva volver a desdoblar el mercadocambiario, con una paridad comercial, otra financiera y, residualmente, otra libre o paralela. El dólar comercial le permitiría al Central comprar más barato el superávit del intercambio, generado por sectores que, como el campo, están beneficiándose con precios en alza en el mercado mundial. Y como el BCRA vendería esos dólares al tipo financiero, más alto, ganaría una diferencia de cambio que le permitiría compensar, en alguna medida, el costo cuasifiscal que le ocasiona la absorción de liquidez a través de letras.
Dado que el régimen cambiario limitaría estrictamente las operaciones cursables a través de cada uno de los circuitos legales, una amplia gama de transacciones con el exterior derivarían al paralelo, con el consiguiente castigo en el precio. Por ejemplo, una empresa que logre reestructurar su deuda con acreedores externos y deba efectuar un pago por adelantado para materializar el arreglo. O los gastos para viajes y turismo, y por supuesto la fuga de capitales, que en lo que va de 2002 se llevó casi 9000 millones de dólares, según cálculos de la Fundación Mediterránea.
De algún modo, la verdadera disyuntiva que se plantea es si el superávit comercial ha de seguir proveyéndole dólares a la fuga de capitales por el sector privado (empresas, AFJP, etc.), o en cambio se utilizará para cancelar deuda pública y así evitar el ostracismo financiero del país. En teoría, la opción parece clara, pero, en la práctica, nadie cree que el diezmado aparato gubernamental pueda sostener en el tiempo un régimen tan reglado, sin que las fisuras y la corrupción lo desmoronen.
Estos mismos elementos, que se resumen en la idea de ingobernabilidad, llevan a algunos analistas a dudar de que el presidente Duhalde, a pesar de lo que declame, se decante por generalizar la cesación de pagos. “Un Presidente que no gobierna no declara el default”, dicen los reflexivos, pensando lo lejos que está Duhalde de parecerse al rey malayo. Adolfo Rodríguez Saá lo hizo, y no pasó de la semana. El Fondo, agregan, lo sabe a carta cabal. Por eso va a esperar pacientemente, hasta conseguir que los candidatos relevantes se comprometan en algún momento –quizás enero–, con el agua al cuello, a respetar el eventual acuerdo.