Domingo, 18 de diciembre de 2011 | Hoy
ECONOMíA › OPINION
Por Alfredo Zaiat
El estallido económico, político y social del 19 y 20 de diciembre de 2001 no fue por la instalación del corralito desde el primer día hábil del mes anterior. La inmovilización de depósitos de los ahorristas fue la última medida de un régimen que se extendió por diez años y medio definiendo una transformación estructural que aún hoy se arrastran algunos de sus legados. Entender que esas jornadas dramáticas no se explican por una pésima iniciativa, sino que sólo fue el detonador, permite un análisis más profundo de ese período, al tiempo de poder descartar rústicos alegatos acerca de que en la actualidad se está transitando un esquema similar al de la convertibilidad.
Cuando se precipita una crisis de la magnitud de 2001, el primer interrogante para comprenderla no es sobre cuál ha sido la causa, sino por qué debería haber sorpresa por ese desenlace. Un ejercicio de lógica puede ayudar en la tarea de desmalezar el terreno: una bomba es lanzada por A hacia la cara de B, B la ataja y se la tira a C, luego C a D, y así hasta que Y la hace estallar, finalmente, en el rostro de Z. ¿Quién es el culpable de la explosión? ¿A o Y? A es la causa remota; Y, la causa próxima. Lo que precipitó el desmoronamiento final de la convertibilidad fue la imposibilidad de retirar dinero de las cuentas en los bancos. Esta fue la causa próxima. La remota, la instauración de un modelo de valorización financiera. El ocaso de ese esquema monetario y cambiario fue la manifestación del agotamiento de ese patrón de acumulación que se había inaugurado con la dictadura militar de 1976, y que se perfeccionó durante los noventa en los gobiernos de Carlos Menem y Fernando de la Rúa.
El régimen de convertibilidad se asoció a reformas estructurales, aunque ambas políticas tenían una lógica independiente al menos desde el punto de vista del funcionamiento económico. La caja de conversión con una tasa de cambio fija fue una estrategia destinada a estabilizar los precios que venían descontrolados del ciclo de dos hiperinflaciones, la de Alfonsín (1989) y la de Menem (1990). Fue una estrategia antiinflacionaria de congelamiento del tipo de cambio, como se ha aplicado en otras oportunidades en el país y en otras economías. En tanto, la desregulación, apertura, privatizaciones y flexibilización laboral vinieron a satisfacer los diferentes intereses de los grupos económicos y financieros, locales e internacionales. O sea, la inestabilidad en los precios actuó como un potente disciplinador social para poder implementar la liquidación del patrimonio estatal y la embestida sobre derechos y condiciones laborales.
Eduardo Basualdo lo explica en su libro Estudios de historia económica argentina, al señalar que “la incorporación de la reestructuración de la economía como parte de la política antiinflacionaria oscureció el carácter de las políticas de largo plazo, pero también fue una severa advertencia de que no había posibilidad alguna de detener la crisis económica y social sin respetar el conjunto de las políticas del Plan de Convertibilidad”. Esa dinámica quedó en evidencia en que el esquema que frenó el alza de precios emergió después de que se puso en marcha la reestructruración de largo plazo con la Ley de Reforma del Estado. Con una y otra política en marcha, en ese contexto comenzó la negociación de la deuda en el marco del Plan Brady, punto de partida para un nuevo ciclo de creciente endeudamiento y fuga de capitales.
Resulta tan notoria la diferencia entre el patrón de acumulación del período de la convertibilidad y el actual, que quienes lo igualan sólo contribuyen a diluir las observaciones críticas necesarias al presente proceso económico. Esto no significa que aún no persistan restricciones que se prolongan del anterior, algunas convalidadas y otras aceptadas con resignación, como el elevado grado de extranjerización, la propiedad de recursos naturales y las limitaciones para intervenir por los tratados bilaterales de inversión. Pero eso no implica equiparar tanto política como económicamente el actual ciclo con el desarrollado durante los noventa. Por caso, el tipo de cambio registra pequeños ajustes nominales en su paridad, entre otras cuestiones, como la estatización del sistema provisional o la recuperación del mercado de trabajo y derechos laborales. Pese al evidente movimiento de la cotización de la paridad peso-dólar, igual circulan análisis en ámbitos del poder económico acerca de que se está transitando una “nueva convertibilidad”. Se requiere de un esfuerzo mayúsculo para tratar de decodificar semejante afirmación que violenta el sentido común.
Si el objetivo es cuestionar el nivel del tipo de cambio, el debate debería orientarse a si existe atraso de la paridad, y si la respuesta es positiva en qué magnitud. Considerar que un escenario económico con una tendencia a la apreciación de la moneda doméstica implica el ingreso a un esquema de convertibilidad sólo es la expresión de una confusión conceptual o de un tosco recurso político para sumar voluntades al show del miedo. La diferencia con los años de la convertibilidad es notable en el frente financiero local y externo, y también en el comportamiento del sector productivo. En definitiva, en el patrón de acumulación. Por eso, en el supuesto de considerar la existencia de atraso cambiario se debería evaluar otras variables económicas para aproximarse a la situación en que se encuentra el tipo de cambio. Un análisis riguroso no se limita a un cálculo directo con el recorrido de los precios internos puesto que el tipo de cambio competitivo no es igual para cualquier momento de la economía.
La comparación con los noventa marca diferencias ostensibles en variables claves. En este ciclo existe un sostenido proceso de creación de empleo en general, e industrial en particular, son mucho más favorables los términos del intercambio, es menor el grado de apertura efectiva por medidas de administración del comercio exterior, ha disminuido considerablemente el endeudamiento en relación al Producto, se ha desarrollado el mercado interno de consumo y avanzado la reindustrialización, se han acumulado reservas en cantidad, la política cambiaria es de pequeños ajustes periódicos, y se ha registrado un incremento constante de la productividad laboral. Quienes enfatizan el aumento de los costos laborales en dólares para alertar sobre la paridad cambiaria no deberían ignorar el alza de la productividad. Sin incorporar esta última variable el análisis es incompleto con un sesgo hacia visiones que sólo buscan resguardar las tasas de ganancias elevadas de las empresas. Este sintético cuadro de situación describe un perfil opuesto al prevaleciente durante la convertibilidad.
Esas variables relevantes con signos negativos durante un período prolongado, lapso donde no hubo variación del tipo de cambio nominal por el corset de la convertibilidad, sólo podían acumular tensiones sociales, financieras, laborales y políticas. El corralito fue el último eslabón de un patrón de acumulación que ya exhibía agotamiento, en un momento donde se había lanzado una puja entre las fracciones del poder económico. De un lado se encontraban los devaluadores (grupos locales y exportadores) y en el otro, los dolarizadores (bancos, acreedores y multinacionales).
La economía tiene ahora varios desafíos por delante pero no está incrementando las tensiones que supo acumular la convertibilidad. Son otras de mucha menor intensidad, pero que quedan opacadas cuando se las busca asociar con las registradas en los noventa. Se encuentran muy lejos, por diseño de política económica, de las existentes hasta los trágicos días del 19 y 20 de diciembre de hace diez años. El actual período político ha recuperado márgenes de autonomía en la gestión económica, como la utilización de reservas para pagar deudas, y se ha caracterizado por su habilidad adaptativa tras el objetivo de preservar un ritmo acelerado de crecimiento.
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